El camino
Un hombre de avanzada edad camina por el Puerto del Milagro, por el antiguo camino de Toledo a Córdoba, ya ha dejado atrás Ventas con Peña Aguilera y su intención es llegar a Retuerta del Bullaque. Se encuentra a la altura de la finca La Campana y acaba de hacer un alto en la fuente de La Canaleja donde ha llenado de agua una vieja cantimplora. Es Bernardo Moraleda Ruiz, el que ya hace bastantes años fuese el más famoso bandolero de los Montes de Toledo, admirado por unos y temido por otros. Recientemente ha salido de la cárcel gracias a un indulto general aplicado a aquellos penados con más de treinta y cincos años cumplidos de condena y viene buscando algo de amparo en estas tierras. Ahora, ya mayor, no es ni la sombra de lo que en otros tiempos fue, es un anciano achacoso vencido por las dificultades y estrecheces que ha sobrellevado durante tantos años de prisión.
Antaño sembró el terror entre gran parte de propietarios, cabreros y carboneros. Primero cuando formó parte de la partida de los Juanillones y de los Perdiciones y después con la suya propia. Su acciones eran bien conocidas desde Los Yébenes hasta Cíjara y de Malagón a la vertiente norte de los montes. No hubo finca ni pueblo que se librase de sus tropelías, por cualquier lugar había dejado rastro de su paso.
Ya en las rampas de bajada del puerto, enfrente de la ermita y de las ruinas del castillo del Milagro, toma la vereda del Molinillo a Los Navalucillos para encaminar sus pasos hacia Retuerta del Bullaque.
Como es media tarde y su paso es pausado debido a sus dolencias y al cansancio acumulado tendrá que hacer noche en el camino antes de llegar.
La vegetación densa del monte alto que le acompañaba por el puerto ha dado paso en la raña a un paisaje adehesado, son tierras abiertas sembradas de cereales y con cercados para el ganado, todas ellas salpicadas de grandes encinas y alcornoques. A pesar de los años transcurridos este paisaje le resulta bastante familiar, es por el que transcurrió gran parte de su vida hasta que le apresaron y no ha cambiado desde entonces.
Espera que al pasar por alguna finca le den algo de comer puesto que desde la mañana no ha probado bocado alguno. Lleva un pequeño hatillo con una manta raída con la que cubrirse cuando le toca dormir al raso y aunque ya la primavera va avanzada por las mañanas hace algo de fresco.
Por fortuna, al llegar al caserío del Avellanar le dan un poco de pan y queso y le dejan dormir en un viejo porche de ganado. A la mañana siguiente le ofrecen un poco de leche y después de dar las gracias inicia de nuevo la marcha. Como va descansado, no le queda mucha distancia para llegar a su destino y el camino discurre por una serie de pequeñas colinas le resulta agradable el caminar. Se recrea mirando el entorno, mira hacia unas sierras que por el lado izquierdo se ven a lo lejos. Cae en la cuenta de que es la Sierra del Chorito, por la que tantas estrecheces pasó en la primera época de huido cuando aún era muy joven. Justamente en sus faldas se encuentra la que fuera finca del general Prim. Recuerda cuando ya entrada una fría noche de invierno iba andando por aquellos montes y se encontró con un niño que resultó ser el hijo del general, en el trascurso de una montería se había perdido. Cuando le echaron en falta le buscaron afanosamente durante toda la tarde, pero todos los esfuerzos fueron infructuosos.
La escena bien pudo ser esta:
– ¡Pero bueno! ¿Qué haces por aquí?
– Soy el hijo del general Prim. Estábamos en una montería y me he perdido.
– Tengo miedo porque puede venir Moraleda y llevarme con él para pedir un rescate por mí.
– No tengas miedo. Yo te llevaré a tu casa.
Le cogió, subiéndole a hombres y arropándole con una manta le llevó hasta cerca de las puertas del castillo.
– Mira, ahí mismo está vuestro palacio. Ya estás a salvo.
– Venga usted conmigo porque mi padre seguro que le recompensará por traerme.
– No puedo ir. Di a tu padre que te ha traído Moraleda.
¡Cuanta veces pensó el bandolero que se había equivocado, que tuvo miedo y no supo actuar! Seguramente al llevar al niño y entrar con él, con las influencias que tenía el padre le habría ayudado a salir de aquel atolladero en que se encontraba. Al fin y al cabo, llevaba poco tiempo en el monte y de lo único que se le podía acusar por entonces era de haber pegado una paliza en Retuerta al ganadero que no quiso pagarle lo acordado cuando trabajaba para él como cabrero.
Después las cosas se fueron complicando, se unió a la partida del cura de Alcabón para participar en las guerras carlistas, cometió robos, secuestros y hasta delitos de sangre. Ya no quedaba ninguna posible salida.
El caminante va sumido en estos pensamientos y no se da cuenta que frente a él ya se ve su destino. A poco distancia se distingue la torre de la iglesia de Retuerta rodeada de casas y corrales.
En aquel pueblo permanece unos cuantos días viviendo de la caridad de sus vecinos y cuando saben quién es, unos le muestran su admiración y otros sienten miedo de él. No en vano aún se recuerda el dicho – ¡Que viene el Moraleda! – que empleaban para asustar a algún niño cuando se portaba mal. Llega con la idea de subir a la Sierra del Carrizal para buscar una buena cantidad de duros que enterró con un retaco junto a un gran roble al borde de una pedriza. Lo escondió allí antes de huir a Portugal con uno de los Juanillones. Su búsqueda es infructuosa, no localiza aquel roble, que después de tantos años bien pudo morir de viejo o ser abatido por los carboneros; por más que busca y busca no encuentra nada. Albergaba la esperanza de hallar su pequeño tesoro y con aquellas monedas de plata poder poner fin a sus penurias. Hay quien sostiene que años atrás unos cabreros que andaban con sus cabras por aquel lugar encontraron las monedas y el retaco envueltos en unos viejos trapos.
Como en Retuerta le comentan que su hermana María tiene una posada en Navas de Estena y que le va bien, determina ir para pedirle ayuda.
Una mañana, al poco de amanecer, toma de nuevo la vereda del Molinillo en dirección al pueblo vecino con la esperanza de llegar junto a su hermana y que esta le amparase. La distancia que separa los dos pueblos es de unas dos leguas, corto trayecto para lo que ya lleva andado.
Tras cruzar el arroyo del Chorrillo y subir una pequeña cuesta ve un pequeño grupo de casas, sabe que es Navas de Estena. La determinación de llegar cuanto antes le hace avivar el paso. Pasa junto a las tapias del cementerio y al poco se encuentra frente a una larga calle, baja por ella, llega hasta la iglesia y desde allí observa un espacio más amplio que resulta ser la plaza del pueblo. En un pequeño soportal de un edificio hay un poyete y en él están sentados dos hombres, dirige sus pasos hacia ellos y tras saludarles les pregunta:
– ¿Dónde está la posada de María?
– Justamente es aquella casa de la esquina. Seguro que tendrá el portal cerrado, pero llame usted en la puerta.
Se despide, cruza la plaza, llega a la puerta y golpea el llamador. Al poco abren y aparece una mujer más joven que él, vestida de negro, con un mandil y con el pelo recogido por un moño.
– ¡Buenas! ¿Qué quiere usted?
– Ya sé que después de tantos años no me reconoces. Soy tu hermano Bernardo. He salido de la cárcel y vengo a pedirte que me ayudes. No tengo ni para comer y mira las ropas que traigo.
La mujer da un paso atrás, su cara refleja sorpresa, se repone, le mira de arriba abajo, analiza sus rasgos y busca su mirada. Aquel viejo mal vestido es su hermano.
– ¿Y esperas que yo te ayude? Cuando te echaste al monte nuestra familia lo pasó mal, mucha gente en Retuerta nos dio la espalada. Con el dinero de tus fechorías ayudaste a algunos que lo necesitaban, a mí nunca me hiciste llegar ni un céntimo. Las he pasado estrechas en la vida, pero al final he salido adelante. ¡Ahora no esperes nada de mí!
La mujer no aguarda ninguna respuesta, se gira y desparece cerrando la puerta. Bernardo queda allí pensativo, como bloqueado. Se repone y regresa a la plaza ahora desierta. Va hasta el soportal, se sienta en el poyete, apoya la espalda en la pared y cierra los ojos.
Durante bastantes días permanece en esta localidad, va por las casas pidiendo comida y aunque se corre la voz de quién se trata no se siente rechazo por la gente, al contrario, le tratan con respeto y agrado. Establece una cierta relación con algunos de los hombres que por las tardes acuden a los soportales, que es el ayuntamiento. Al final de la jornada se reúnen allí, cambian impresiones, juegan a las cartas y toman algún vino de la cercana taberna. Él se siente a gusto entre ellos.
Viendo lo mal vestido que está deciden organizar un gancho en Garbanzuelo para tratar de cazar algún jabalí, venderlo y entregarle el dinero para que se compre algunas ropas. Por no tener, no tiene ni ropa interior. Uno de ellos se ofrece a cortarle el pelo y la barba, él acepta el corte de pelo, pero rechaza el de la barba diciendo que lleva muchos años con ella y le sirve para ocultar sus muchas vergüenzas. No se acerca nunca a la puerta de su hermana, pero él no sabe que ella con bastante frecuencia entrega comida a un par de amigas para que se la den sin que sepa su procedencia.
Ya con ropas más decentes y provisto de una alforjas se desplaza a algunas fincas. Todo el mundo en la zona ha visto o ha oído hablar del viejo bandolero, para nadie es ya un desconocido.
Una tarde llega hasta el Castillo de Prim, el encargado general tiene noticias de que está allí, va a ver al anciano y le dice que en atención a lo que hizo por el marqués cuando era niño se puede quedar en la finca; no le faltará un plato de comida y un techo donde dormir. Al poco tiempo viene el marqués de Los Castillejos, no solo da por buena la decisión sino que personalmente le agradece lo que hizo por él. Dice que su familia nunca olvidó su gesto y que el propio general decía que aquel hombre, refiriéndose a Moraleda, no era mala persona, lo había demostrado. Ordena que desde aquel día sea el encargado de su bodega.
Mientras estaba acogido en la finca recibió la visita de dos periodistas de la revista Estampa interesados en conocerle y hacerle una entrevista que luego se publicaría el día 2 de Marzo de 1935. El artículo constaba de algo más de tres páginas en las que se incluyeron nueve fotografías. Sin duda la noticia de que el bandolero estaba en la propiedad del marqués de los Castillejos debió llegar a Madrid a través de los propietarios o de alguna persona relacionada con ellos, trascendió y en la revista, o los propios periodistas, se interesaron por él. Algo así debió de suceder.
El escritor toledano Félix Urabayen Guindo en una de sus numerosas salidas por la geografía toledana, la cual describió con lo que él denominó estampas, llegó hasta Hontanar; subió hasta el monte e inspirado por su vegetación y paisaje escribió su estampa «El Risco de las Paradas». En aquel pequeño puerto de montaña coincidió con unos cabreros que le hablaron de los latifundios que había en la zona y le refirieron la historia del bandolero Moraleda. El personaje debió interesarle tanto que bajó hasta Navas de Estena y posiblemente también llegó hasta Retuerta del Bullaque para conocer más de cerca la vida y hechos del aquel forajido. De todo aquello, de la pluma del escritor surgió «Vidas difícilmente ejemplarizantes. La última escopeta negra», un folletón publicado en tres entregas en el periódico «El Sol» en el que narraba tan magistralmente como él sabía hacerlo, de forma novelada, con una gran dosis de imaginación y carga lírica la vida y aventuras del bandolero. Aunque no compartía aquella forma de vivir, al final se ponía un poco de su parte y en tono irónico llegaba a perdonarle sus desaciertos. El final del folletón es este: «Va para santo. Ya reza el rosario. Gracias al reuma profetiza el tiempo. Pronto hará milagros…» La última entrega apareció el 16 de Julio de 1936 y el 18 terminó de escribir «Don Amor volvió a Toledo». A sabiendas de que le podría acarrear problemas fue consecuente con sus ideas y no cambió nada de lo que había escrito en aquella obra. Al terminar la Guerra Civil sería duramente represaliado, encarcelado por su compromiso político y sus críticas a la sociedad trasnochada y caciquil del Toledo de la época, sus propiedades y las de su familia confiscadas y su obras sumidas en el más absoluto silencio. Tendrían que transcurrir décadas para que se pudiesen dar de nuevo a conocer, aún así, no se han llegado a poner en valor tal y como merece la figura de tan insigne profesor y escritor.
Estando una noche de verano tomando el fresco con otras personas una joven pregunta a Bernardo:
– ¿Recuerda las coplas que compuso a una chica cuando andaba por la sierra?
– Yo no compuse nunca coplas algunas, no porque no hubiese estado enamorado en más de una ocasión sino porque la vida que llevé fue muy dura y no estaban las cosas para poesías.
– Pero si yo me las sé – responde otra joven – En Navas de Estena las cantamos por Nochebuena.
– Me gustaría escucharlas.
– Es que me da vergüenza hacerlo yo sola. Si Demetrio quiere, se las cantamos los dos juntos. Él es también de mi pueblo y se las sabe tan bien como yo.
La joven mira a su marido, el herrero de la finca, este con un gesto asiente y acto seguido entonan estas coplas:
«Cuando yo me hice criminal en los Montes de Toledo
lo primero que robé fueron unos ojos negros
que tenía una mujer en una cara morena.
La vida me ha de costar si no me caso con ella.
Si no me caso con ella, me casaré con su hermana
y el consuelo que me quedará será llamarla cuñada.
Rosita de los rosales, rosita de Alejandría.
Ahí te quedas con tus padres que yo me voy a la Argentina.
Si te vas a la Argentina ¿Con quién me quedaré yo?
Ahí te quedas con tus padres, para septiembre vuelvo yo.
Para septiembre cuando vuelvas ya no me conocerás,
que mata más una pena que una larga enfermedad.
En una sala cuadrada me pongo a considerar
lo falsos que son los hombres al lado de las mujeres,
que primero las aprecian y luego ya no las quieren.
En una sala cuadrada lo digo y no me arrepiento.
Si alguno me está escuchando que diga si en algo miento».
Anónimo popular
Una vez que terminan de cantar todos les aplauden, el anciano bandolero sonriendo se dirige a la joven y dice:
– Ya te decía yo que de poeta nada. Es la primera vez que las escucho.
Una señora mayor comenta que de vez en cuando venían a su pueblo unos quincalleros vendiendo pequeños adornos y también llevaban pliegos con coplas como esas, contaban sucesos, la vida, andanzas o amoríos de algún personaje famoso. Las llamaban coplas de cordel porque para venderlas las exponían colgadas en una cuerda. A veces recitaban algún fragmento para que la gente, especialmente las jovencitas, al escucharlas se animasen a comprarlas.
A los que no conocen las coplas les gustan y el propio Moraleda en su interior siente cierto orgullo y satisfacción pensando que se podrían referir a él.
Un hombre de mediana edad dirigiéndose a Moraleda le dice:
– Como usted puede ver aquí tiene dos paisanos que se saben bien sus coplas.
– Ellos son de Navas de Estena, yo no. Nací en Fuente el Fresno el veinte de Agosto de mil ochocientos cincuenta y dos.
– Hay quien piensa que es navadestenero.
– Ya lo sé, pero esa es una historia que ahora no viene a cuento.
Al llegar el día en que ya estaba bastante achacoso e impedido fue trasladado a una sala de beneficencia del hospital de Ciudad Real. Allí recibió la visita de tres vecinos de Navas de Estena, eran concejales que fueron a la capital a gestionar algún asunto del ayuntamiento y decidieron ir a verle porque cuando había estado en su pueblo se relacionaron con él. Uno de ellos era Hipólito García, quien también participó en aquella montería que organizaron para ayudarle. Ambos hechos se los relataba a su hijo Julián García Sánchez cuando este era niño y él así los refería.
Aquellas tres personas fueron los últimos monteños que vieron a Moraleda.
Bernardo Moraleda Ruiz, el último bandolero de los Montes de Toledo, falleció a la edad de ochenta y cuatro años poco antes de iniciarse la Guerra Civil.
Aquel que un día fuera temido, perseguido o admirado por unos y otros, recorrió la última parte de su camino y se marchó de este mundo arrepentido de sus malas acciones.
¡Toda una vida llena de claroscuros!
Navas de Estena, 30 de Octubre del 2021
Javier Tordesillas Ortega