El Reencuentro

 

Ha transcurrido un año desde el final de la Guerra Civil.

     Un barco acaba de llegar al puerto de Las Palmas procedente de Cádiz. En él no solo han viajado paisanos, también lo han hecho dos compañías de soldados de infantería.

     Tras las lentas maniobras de atraque instalan una larga pasarela por la que ha de bajar el pasaje. En el muelle hay personas que con expectación observan los preparativos para el desembarco. Aguardan la llegada de alguien que viene en ese barco. Los menos, bien vestidos, vendrán a esperar a un familiar al que seguro hace tiempo que no ven; los más, con vestimentas sencillas, serán gente menos pudiente, criados y mozos de carga.

     Cuando ya todo está dispuesto comienzan a bajar los paisanos, los soldados serán los últimos en hacerlo. Entre todas aquellas personas desciende una jovencita que porta una maleta no muy grande. Espera que alguien haya venido a recogerla, un tanto inquieta mira hacia todos lados y no se atreve a alejarse mucho de la pasarela. Parece que quiere adivinar quién se dirigirá hacia ella. Poco a poco se ha ido despejando el muelle, ya apenas si quedan algunas personas. En su cara se adivina una expresión de preocupación porque nadie ha venido en busca de ella.

    Empiezan a bajar los militares cargados con su fusil, una mochila y un petate. Se retiran un cierto espacio y van agrupándose  conscientes de que recibirán la orden  de formar para proceder a su recuento. Al llegar a tierra uno de aquellos soldados repara en la joven, se fija en ella y le parece que está como inquieta, preocupada. Sigue hacia donde están sus compañeros, se detiene unos instantes y regresa sobre sus pasos.

– ¿Has venido en el barco? – le pregunta el soldado.

– ¿Y cómo es que no te has marchado todavía?

– No soy de aquí y no conozco esto. Tenían que venir a recogerme y no ha aparecido nadie.

– ¿Pero tienes la dirección de donde debes ir?

– Vengo a trabajar como institutriz en una casa de gente rica. Únicamente sé que el señor se llama don Juliano Bonit.

El soldado se queda pensativo y dice:

– Aguarda un momento.

    Sin dudarlo el joven busca a su capitán y le cuenta la situación en que se encuentra aquella chica. Llegan ambos junto a ella y esta refiere al oficial de nuevo lo que le ocurre. Tras escucharla atentamente le dice:

– No te preocupes. Te vendrás con nosotros a nuestra compañía y yo buscaré a esa familia que has dicho.

    Al toque de retreta van acudiendo los soldados para formar en la explanada delante de la compañía. Cuando ya están todos formados sale el capitán acompañado de la joven. Tras escuchar las órdenes para el día siguiente y antes de que rompan filas el capitán se dirige a los soldados:

– Esta chica que está a mi lado permanecerá algunos días entre nosotros. Háganse la idea que es mi hija. Guarden con ella el respeto que merece como tal.

    La han instalado en un pequeño cuarto y pasados tres días el capitán manda a un cabo para que la busque y la acompañe a su despacho.

– Ya tengo localizada a la familia Bonit y hoy mismo a eso del mediodía vendrán a recogerte.

    Al recibir la noticia el semblante triste de la chica cambia repentinamente y ahora se la ve aliviada, sonriente.

– Le estoy muy agradecida por lo que ha hecho por mí. Me gustaría despedirme del soldado que me ayudó.

– Sin problema. Ahora mismo le haremos venir.

El cabo se dirige al capitán:

– Mi capitán. Eso no será posible. Está con el grupo que marchó ayer al destacamento de Lomo Galeón y tardarán una semana en regresar.

– No te preocupes. Cuando venga, yo personalmente le daré las gracias en tu nombre.

    Tal y como dijo el capitán, antes del mediodía, un chofer vino a recogerla y llevarla en coche a la casa de sus jefes.

   Han transcurrido más de cincuenta años. Ahora estamos en Navas de Estena, un pequeño pueblo de la provincia de Ciudad Real en el corazón de los Montes de Toledo.

    Una tarde de otoño un matrimonio un tanto mayor ha salido de su casa y se dirigen a hacer una visita a otro matrimonio amigo. Atraviesan la plaza del pueblo ahora desierta y donde un rato antes unos cuantos chiquillos jugaban animadamente. Sin duda se han recogido porque ya está atardeciendo y hace algo de frío. Pasan junto a la iglesia y en ese justo momento suenan seis campanadas en el reloj de su torre. Muy cerca de allí, en la calle Real, viven sus amigos. Golpean con el llamador y al poco se abre la puerta y aparece una señora más o menos de su edad vestida de negro.

– Buenas tardes. Ya está bien que os veamos el pelo. Hace más de una semana que me dijisteis que vendríais a pasar un rato con nosotros.

– Un día por otro lo hemos ido dejando. Hoy mientras comíamos nos hemos acordado.

– Vamos a la cocina. Estábamos sentados junto a la chimenea. Iba a hacer unas patatas guisadas para la cena. Será cuestión de poner un poco más de condumio y cenáis con nosotros.

   Los tres se dirigen a la cocina, allí  está Francisco, el marido, que en ese justo momento se encuentra atizando la lumbre.

– Buenas, buenas. Pasad y coged unas sillas y veniros para acá, que ya se agradece el echar unas chuscas.

– Nosotros también ya encendemos un rato la chimenea.

   Las dos mujeres van a la despensa para traer lo necesario para preparar la cena y los maridos encienden un cigarrillo y cambian impresiones sobre el final de la temporada en los huertos.

   Cuando ellas regresan ponen una sartén de patas junto al fuego y se disponen a preparar el guiso de patatas.

   Como la chimenea es bastante amplia tiene espacio suficiente para que los cuatro estén sentados frente al fuego, las dos mujeres en el centro, el ama de la casa va poco a poco añadiendo a la sartén los ingredientes.

    Carlos, el marido de Ángela, comenta que al estar junto al fuego a veces recuerda los muchos ratos pasados con su abuelo materno junto a la chimenea. Allí le contaba cosas que le habían sucedido cuando era niño, de joven y de la mili.

   Interviene Francisco y dice que al oírle hablar de la mili le ha venido a la mente, sin saber por qué,  una cosa que le ocurrió a él.

– Venga, cuéntanosla – dice Severiana, su mujer.

– Yo participé en la Guerra Civil y para colmo cuando terminó tuve que cumplir el servicio militar durante dos años. Parte de ese tiempo lo pasé en Canarias.

   Cuando viajamos desde Cádiz a Las Palmas lo hicimos en un barco de pasajeros, no era militar. Se bajaron primero los paisanos y después lo hicimos los militares.

   Al bajar por la escalera me di cuenta de que allí estaba una chica, me fijé en ella y me pareció que estaba algo apurada. Hablé con ella y me dijo que no habían venido a recogerla. Venía a trabajar a la casa de una familia y ella no sabía donde vivían. Se lo conté a mi capitán y él dijo que la ayudaría pero que se tendría que venir con nosotros. El capitán localizó a aquella familia y la recogieron. Yo no estaba en el cuartel cuando se marchó. Ella dijo que le habría gustado despedirse de mí y agradecerme el haberla ayudado.

Siempre me he preguntado qué sería de ella.

– Ahora lo sabrás. – dice Ángela prolongando unos segundos la expectación creada.

   Su esposo y los amigos la miran con asombro, no dan crédito a lo que acaban de escuchar.

– ¡Si, si! Aquella jovencita era yo. Ahora os lo contaré, pero comenzaré por el principio.

   Después de la Primera Guerra Mundial mis padres emigraron a Francia y yo nací allí. Pasados unos años, en plena posguerra española regresamos a España y cuando vivíamos en Valencia falleció mi padre. Mi madre tomó la decisión de trasladarse a Madrid con sus cuatro hijas, yo era la mayor.

    Como bien sabemos, las cosas estaban muy estrechas, mi madre se afanaba limpiando en un par de casas de gente rica y yo también intentaba aportar algo a la deficiente economía familiar.

    En una de aquellas casas comentaron a mi madre que unos amigos canarios buscaban una institutriz para dos niñas que tenían, pero debía saber francés para que se lo enseñase. Ellos sabían que habíamos vivido en el país vecino y que todas hablábamos francés. Mi madre me lo comentó, y aunque me costó un poco, decidí marchar con aquella familia canaria para ganar un dinero con el que contribuir al mantenimiento de mi familia y de la casa. Parecía una buena oportunidad. Me facilitaron un billete de tren hasta Cádiz y otro para el barco. Cuando llegase a Las Palmas, que era donde residían, alguien iría a recogerme para llevarme a la casa. Por un error no acudieron, me encontraba sola  y sin conocer a nadie. Luego apareció aquel buen soldado.

   Ángela, visiblemente emocionada y con lágrimas en los ojos se le levanta, va hacia Francisco, le abraza y le da un beso.

– Ahora sí que puedo agradecerte lo que hiciste por mí.

   La estancia con aquella familia duró algo más de cuatro años. Fue una época muy agradable para Ángela, en aquella casa la trataban bien, se entendía a las mil maravillas con las dos niñas y el resto del personal desde un principio la aceptó sin reparos.

    A pesar de su buena situación echaba en falta a su familia, sentía la distancia que les separaba y se fue planteando el regresar a Madrid y así lo hizo.

  Ya en Madrid y con el calor de su familia se afanó trabajando en diferentes ocupaciones. Se enamoró de Carlos, un joven que vivía en su misma calle, después del noviazgo se casaron y tuvieron cuatro hijos, tres chicos y una chica. Con el paso del tiempo entró a trabajar en la hostelería llegando a ser cocinera de un restaurante.

  Ángela y Carlos vinieron a Navas porque unos amigos que tenían en Madrid les invitaron a pasar un fin de semana aquí puesto que eran de este pueblo y tenían vivienda propia. El pueblo les gustó tanto que alquilaron una casa y venían siempre que sus ocupaciones se lo permitían. Pasado un tiempo compraron un terreno y se hicieron construir la suya propia. Al jubilarse tomaron la decisión de venirse al pueblo de forma casi definitiva, iban cada vez menos a Madrid. Se habían adaptado muy bien a Navas y se sentían parte de él.

    Francisco, después de cumplir con el servicio militar regresó a su pueblo natal, Navas de Estena, trabajó como jornalero en labores del campo y  haciendo carbón y picón. Se enamoró de Severiana, se casaron y tuvieron cuatro hijos. Durante bastantes años trabajó como guarda municipal y se jubiló en esa ocupación.

   Aquellos dos jóvenes se reencontraban después de tantos y tantos años. Ya eran amigos, pero ahora tenían un lazo que les unía aún más desde aquella tarde de otoño, lo sentían en su interior.

     Hay historias que quienes las escriben, las hilan, las hacen parecer verdaderas aunque no lo sean y cuando otros las leen así les parecen.

Esta es una historia verdadera, como verdaderos son sus  personajes.

Los protagonistas, además del capitán, fueron:

Ángela Gómez Pérez, “La Francesa”.

Francisco Martín Rodríguez, “Quico”.

— — — — — — — — — — — — — —  — — — — — — — — — — — — — —

          En recuerdo de ellos y de todas aquellas anónimas personas que en una época muy dura vivida en nuestro país se esforzaron por salir adelante y que con sus buenas acciones hicieron mejor la vida a los demás.

 A mi sobrino Paco.

 

Navas de Estena, 1 de Septiembre de 2024

Javier Tordesillas Ortega