EL REGRESO

el regreso

A mi nieto Pablo,

con todo mi cariño.

» Quizás tu alma está abierta tras la puerta cerrada;

pero al abrir la puerta, como se abre a un mendigo,

mírame dulcemente, sin preguntarme nada,

y sabrás que no he vuelto… ¡porque estaba contigo!»

 

Poema del regreso.     José Ángel Buesa

    Ya hace cinco años que terminó la Guerra Civil, la vida para la inmensa mayoría de los españoles, por unas u otras razones, está siendo muy dura. Ahora se sufren las consecuencias de tan horrible acontecimiento.

    En un pequeño pueblo de los Montes de Toledo sus gentes se afanan por salir adelante, pero no es fácil. Se carece de lo más elemental, hay muchas necesidades y algunas personas pasan hambre. Los campos ya se labran aunque escasean las semillas para sembrar y las pocas cabras que se tienen muchas veces no se pueden sacar a pastar porque los guardias no lo permiten por temor a que vengan los guerrilleros desde la sierra para llevárselas.

   Como los alimentos son escasos se recurre a buscar por el campo plantas comestibles y al final del otoño se recogen bellotas para consumirlas asadas, haciendo gachas con ellas e incluso mezclándolas con harina de centeno se hace pan. Cualquier cosa es buena para matar el hambre.

   Ha pasado el invierno y se comienza a preparar los huertos, sin embargo, mucho no se sembrará en ellos. Ya quisieran disponer en abundancia de patatas, garbanzos y judías para poderlos cultivar.

    En las tierras del molino de Felipe en el Gualí se sembraron algunos cereales y el huerto ya está labrado, el molino apenas si funciona puesto que no llevan mucho grano a moler, algo de centeno y cebada y muy poco de trigo.

    Todos los años por esta época la familia se traslada allí para regresar de nuevo al pueblo en el otoño cuando lleguen los primeros fríos y tengan menos trabajos que realizar. El verano será la temporada en que los tres miembros de la familia estarán más atareados, cuidarán del huerto, segarán, trillarán y sacarán a pastar el pequeño atajo de cabras que tienen.

    Carmen, la madre, se esforzará en sacar el mayor provecho de los alimentos disponibles, hará algunos quesos con la leche de las cabras y echará una mano a Felipe en el huerto.

    Felipe se encargará de moler cuando le traigan grano, cuidará el huerto y de vez en cuando pondrá unos cepos para atrapar algún conejo.

    Elena, la hija, acaba de cumplir diecisiete años; colaborará sacando a pastar las cabras y echando una mano en otras faenas.

    Cuando viene alguien a moler, ahora a lo sumo un par de costales, se pone en marcha el molino porque el resto del tiempo descansa en la penumbra y no se escucha su monótono run – run. Por lo general charlan o juegan a las cartas mientras que esperan a que termine la molienda, a Elena le gusta ver cómo funciona, se acerca al cajón que cubre las piedras, posa sus manos sobre él para captar su movimiento, se queda ensimismada al ver caer la harina en el cajón e introduce sus manos para tocarla. Le agrada su textura y muchas veces coge un puñado, lo huele y después lentamente lo deja caer entre sus dedos. El padre la observa sin que ella se dé cuenta y satisfecho piensa que ya va siendo tiempo de enseñarla el oficio, tiene la suficiente edad para hacerlo.

   Como aún refresca algo por la noche la madre enciende la chimenea de la cocina, prepara la cena y los tres se sientan cerca del fuego en torno a una pequeña mesa sentándose en tajos de corcho. La estancia está iluminada por un candil que pende colgado de un alambre en el techo y por el propio fuego de la lumbre. Suelen irse a dormir pronto porque inician la nueva jornada al poco de amanecer, siempre el padre es el que lo hace antes.

   Los días trascurren unos tras otros de forma bastante rutinaria y las pocas novedades que les llegan las traen las personas que pasan por allí.

    Felipe anda trajinando en el molino, su mujer y su hija no se han levantado aún, pero no tardarán en hacerlo. De forma inesperada aparecen en la puerta dos hombres, el mayor de ellos se dirige a él.

– ¿Qué hay Felipe?

– ¡Buenas! ¿Cómo están las cosas por ahí?

– No muy bien, cada día hay más guardias por todas partes. Veníamos a pedirte que nos compres algunos víveres, lo que sea.

– Vale, pero ya sabéis que tendré que hacerlo de forma discreta porque el pueblo y sus alrededores están muy vigilados. Saben que hay quien os ayuda y están empeñados en pillar a alguien.

– Haz lo que buenamente puedas. Toma el dinero. Dentro de cinco o seis días volveremos.

    El otro guerrillero tiene poco más de veinte años, es barbilampiño, moreno y bastante delgado. Viste unos pantalones marrones de pana ajada y una especie de cazadora. Lleva colgada al hombro una escopeta.

– Este es Antonio, ya lleva con nosotros un tiempo. Estaba en la partida del Carbonero y después de un enfrentamiento con los guardias en Ventosilla, cerca del Tajo, quedaron dos y él se unió a nosotros. Es buena gente y poco hablador.

– ¿Qué hay, hombre?

– Poca cosa. Malviviendo por el monte y defendiendo nuestras ideas. Es lo que toca.

– Nos vamos, no queremos estar por aquí mucho tiempo.

– Venga. Que os vaya bien.

– Hasta más ver.

    El encuentro ha sido breve, los dos hombres salen del molino, pasan por delante de la casa y después de dejar atrás la cerca se internan en un jaral en dirección a la sierra. Marchan con el convencimiento de que Felipe les conseguirá comida, es una persona en la que pueden confiar; ya les ha ayudado en otras ocasiones y no temen ninguna treta por parte de él.

     Elena ya lleva un rato levantada, por la ventana de la cocina ha visto pasar a aquellos dos hombres, se ha fijado en el más joven y aunque ha sido una visión un tanto rápida ha podido distinguir sus rasgos. A pesar de no conocerles se imagina quiénes son y se pregunta qué cuentas tendrá su padre con ellos. Después de tomarse un tazón de leche con un poco de pan sale al exterior y va en busca de su padre que se encuentra en la cuadra. Está poniendo los aparejos a los burros para ir a recoger un poco de leña que tiene cortada.

– Padre ¿Quiénes era esos dos hombres?

– Pasaban por aquí y han entrado a saludarme. Tú olvídate de ellos.

– ¿Son de los de la sierra?

    El padre mira a su hija, no contesta nada, no da ninguna respuesta. El silencio es la confirmación.

Regresa a la casa, la madre ya está levantada y le comenta lo que ha visto.

– No te preocupes por eso, haz como si no lo supieses. Tu padre sabe bien lo que hace. Necesitan ayuda y él a veces se la presta. Han venido ya otras veces. Hay que tener mucho cuidado y no fiarse de nadie.

– ¿Y si se acabó la guerra por qué no salen del monte y se marchan a sus pueblos?

– Allí les cogerían para llevarles a la cárcel y seguramente después fusilarles. Todo por ser fieles a unas ideas y defenderlas.

– ¡Pobres gentes, con los nevazos que han caído este invierno y ellos tirados entre el monte!

– Lo mejor es dejar de hablar de ello. Padre sabe lo que hace. Vienen a que les compre algo de comida.

    La conversación se acaba en ese punto, la chica se ha quedado intrigada y le gustaría saber algo más. Como es prudente no pregunta, sabe que es un asunto bastante serio.

    Pasan unos días y Felipe recibe de nuevo la visita de los dos guerrilleros. Les entrega un saco y les dice:

– Eso es lo que he podido conseguiros. Os he puesto también un queso y un par de conejos.

– Te lo agradecemos. No te preocupes que en una temporada no volveremos por aquí, ya nos iremos apañando.

    Elena se encuentra con las cabras no muy lejos del molino, los dos hombres marchan de regreso. Pasan bastante cerca de donde ella está, el más joven se detiene, la observa y encamina sus pasos hacia la chica. Se para por unos instantes, se queda pensando y emprende de nuevo la marcha detrás de su compañero. No ha caminado mucho cuando desanda sus pasos para ir hacia donde se encuentra Elena. Ella percibe un ruido, dirige su mirada al lugar de donde procede y ve al joven guerrillero dirigiéndose hacia ella. Cuando están bastante cerca se escucha un silbido, se para; por unos momentos los dos se miran fijamente, están como paralizados. Él regresa al monte.

    Antonio no puede olvidar a la joven Elena y en más de una ocasión baja para verla de lejos cuando está con las cabras. Los compañeros le aconsejan que no lo haga porque se pone en peligro y también a todos los demás. Sigue sus consejos, se propone olvidarla, pero no lo consigue.

– Mañana bajaremos al molino de arriba, al de Eugenio, para ver si nos vende algo de su matanza.

– ¿Puedo ir con vosotros?

– Tú querrías ir al molino de abajo para ver a la molinerita. Ya nos sabemos tus cavilaciones.

– ¡Venga! Mejor tres que dos. Mañana a la caída de la tarde bajaremos.

    Al estar ya a muy poca distancia del molino ven salir a Elena que toma el camino para dirigirse hacia el suyo. La sorpresa de Antonio es mayúscula y no lo duda un momento, deja a sus compañeros y se encamina en dirección hacia donde ella marcha para salir a su encuentro. Justo antes de cruzar el arroyo llega a su altura, ella se sobresalta al verle, pero enseguida se repone.

– ¿Cómo te llamas?

– Elena. ¿Y tú?

– Yo, Antonio. ¿Puedo acompañarte?

– ¿No es un poco peligroso para ti andar a descubierto?

– Sí, pero merece la pena.

    Los dos jóvenes reinician la marcha sin cruzar palabra alguna. Cuando se encuentran cerca del molino de Felipe ella le dice:

– No bajes más, puede vernos alguien y nos pondrías en un apuro si te ven conmigo.

– Tienes razón. Me gustaría verte otra vez. ¿Puedo bajar?

-¡Pero es peligroso! No deberías hacerlo.

Él la mira y dice:

– Cuando las cosas te salen del corazón hay que hacerlas.

    Ella se ruboriza, en un primer momento aparta su mirada, pero enseguida le mira de nuevo. Antonio la coge de una mano y Elena busca la otra de él y hace lo mismo. Esa situación dura unos segundos aunque a ambos les parece una eternidad. Se sueltan, de nuevo se miran y ella camina ya a solas.

   Al aproximarse a la casa ya se está poniendo el sol, sale la madre a los escalones y se sienta en ellos. Es algo que con frecuencia le gusta hacer acompañada de su hija. Elena llega a su lado, se sienta junto a ella, se cogen de la mano y la hija reclina la cabeza sobre el hombro de la madre. Ambas observan como el sol se oculta detrás de los montes y poco después únicamente asoman sus últimos rayos. Todo queda poco a poco sumido en la oscuridad, se levantan y entran.

   Han pasado unos dos meses y el verano ya está muy entrado, en el molino ahora no se muele porque el arroyo trae poca agua y se reserva para regar el huerto. Hasta el otoño nadie vendrá con su carga para moler. A Felipe le sobra tiempo y sale con más frecuencia a poner sus cepos o baja a la casa del pueblo. Una tarde decide subir al molino de Eugenio para charlar un poco con él en la seguridad que le ofrecerá un vino. Cuando llega le encuentra bajo la sombra de un castaño tejiendo una pleita de esparto.

– ¡Buenas tardes, Eugenio!

– ¡Qué las tengas tú también!

– Buena labor tienes entre manos, seguro que luego harás un serón para el carbón.

– No, es que una de las albardas de los burros está vieja y voy a hacer una nueva.

    Eugenio deja la pleita, charlan un rato y efectivamente, se levanta, va a su molino y regresa con una bota de vino. Siguen hablando y cambian impresiones sobre los huertos.

– Bueno, ya está bien. Es hora de marcharme para abajo.

– Aguarda un momento. Tengo que decirte una cosa. Supongo que no te gustará, pero es mi obligación hacerlo. Siento si te molesta.

– Venga, viniendo de ti no me molestará.

– Es que tu Elena se ve con Antonio El Jareño cuando sale con las cabras. Yo les he visto un par de veces. Se juntan en la Cañada de la Yedra.

– ¡Estamos arreglados! ¡Menuda papeleta tenemos!

    Felipe se queda callado y pensativo un buen rato. Al final se despide y regresa a su molino.

Se lo cuenta a solas a Carmen y deciden hablar con su hija después de la cena.

– ¿Elena, es verdad que te ves con Antonio El Jareño?

– Hija. Dinos la verdad. Ya sabes que te queremos mucho y eres lo más importante para nosotros.

   Elena agacha la cabeza, no se atreve a decir nada, saca fuerzas de flaqueza y responde:

– Sí, es verdad, pero no hacemos nada malo. Él me respeta, no tiene malas intenciones.

– ¿Tú te das cuenta que eso es poco más que imposible?

– Cualquier día tendrá que salir huyendo y no le volverás a ver. O peor todavía, le pueden apresar y matarle.

La hija no responde, llora amargamente y con la voz entrecortada al final les dice:

– Pero es que nos queremos.

– Tienes que quitártelo de la cabeza. Todo esto no traerá nada bueno.

     Al otro día el padre sale con las cabras, tiene la esperanza de poder encontrar a Antonio, de hablar con él y convencerle para que olvide a su hija si es que de verdad la quiere. Sube hasta la Solana de Las Monjas a sabiendas que en esa zona es por donde se guarece su partida. No ve a nadie, pero seguro que si están por allí le tendrán localizado y desean no ser vistos.

Sale todos los días, pero parece que la tierra se los ha tragado.

    A Elena se la ve triste, está ausente. Su madre ha hablado con ella en más de una ocasión y lo único que consigue es que su hija llore y no diga nada.

    Una mañana va a llamar a Elena para bajar con ella al pueblo pronto y poder regresar antes de que haga mucho calor. Abre la puerta del cuarto donde duerme, ve que la cama está hecha y observa una pequeña nota encima. La coge, la abre y comienza a leerla nerviosamente.

Queridos padres:

Me voy con Antonio. Nos pensamos ir lejos de aquí, todo lo lejos que podamos.

Siento todo el daño que les voy a causar. Les quiero mucho y les pido mil veces perdón.

Su hija que les quiere.

Elena

La madre se queda paralizada, no se cree lo que acaba de leer y relee de nuevo la nota. Sale gritando:

– ¡Felipe! ¡Felipe! ¡La niña se ha ido!

El marido se encuentra en el molino y no la escucha. Ella llega y desde los escalones, sin llegar a bajar grita de nuevo.

– ¡Felipe, que Elena se ha ido con el Antonio!

El marido la mira sorprendido, su cara refleja una expresión de incredulidad.

– ¿Pero qué dices?

– ¡Sí, nuestra niña se ha ido con Antonio El Jareño! Mira la nota que nos ha dejado.

Él suelta un costal que tiene entre sus manos, apresuradamente se dirige a la puerta, coge el papel y lo lee.

– No puede ser. Son unos críos y antes de que salgan de estos montes los cogerán.

– ¿Qué vamos a hacer?

– No podemos hacer nada. Como no sea que se arrepientan y den marcha atrás.

– ¿Por qué no subes al monte e intentas localizar a los de su partida? Seguro que algo sabrán.

– Subiré a las Monjas y desde allí hasta el Puerto del Reventón. Seguro que si me ven saldrán a mi encuentro. No te preocupes si tardo, puede que vuelva de noche.

   Felipe cambia sus abarcas por unas botas, coge una cantimplora con agua y emprende la marcha. Carmen tiene la cara desencajada, va de un lado para otro, no sabe qué hacer; de pronto sale y se dirige al molino de arriba. Su paso es acelerado y no cesa de llorar. Cruza el arroyo y cuando llega grita:

– ¡Antonia! ¡Antonia! ¿Dónde estás?

Sale una mujer de más o menos su edad y se dirige hacia donde ella está.

– ¿Qué pasa? ¿Qué son esas voces?

– Que mi Elena se ha ido con Antonio El Jareño el de la sierra, nos ha dejado una nota.

– Ya sabía yo que esto no llevaba buen camino.

– Felipe ha subido al monte para intentar ver a los otros.

– Como ellos no quieran no los verá aunque pase cerca de ellos o igual no están por aquí. Ya sabes que se mueven mucho.

– Pero si Elena es una criatura ¿Qué va a hacer mi hija por ahí?

– Cálmate. Entra y te sientas conmigo.

– No, yo me bajo, quiero estar allí por si acaso volviera.

– ¡Bueno! Luego bajo a verte.

Carmen regresa y ahora lo hace de forma más lenta, se sienta desconsolada en los escalones de la casa.

A la caída de la tarde regresa Felipe, ella le ve venir y sale a su encuentro apresurada.

– Nada. Ni rastro de ellos. Mañana subiré otra vez, no me pienso dar por vencido.

    Por la mañana sale de nuevo con la intención de buscarles otra vez. Cuando se ha alejado un poco se agacha, toma dos piedras y las golpea fuertemente. Sigue andando y no ha transcurrido mucho tiempo cuando aparecen tres guerrilleros a los que conoce perfectamente. Se dirigen hacia un grupo de encinas para no estar a descubierto.

– Venía a buscaros.

– Y nosotros bajábamos a verte.

– Mi hija se ha ido con el Antonio.

– Ya lo sabemos. Ayer al despertarnos no estaba y nos dejó una nota diciéndonos que bajaba a buscar a vuestra hija para marcharse juntos.

– ¿Vosotros sabíais que bajaba a ver a Elena?

– Sí, claro.

– Se lo desaconsejamos más de una vez por el riesgo que suponía para todos. Él no nos hacía caso. Ahora vosotros estaréis en una situación complicada.

– ¿Sabéis dónde pueden haber ido?

– No tenemos ni idea, lo ha hecho sin decirnos nada.

– No podéis imaginaros como nos encontramos. Su madre no sosiega.

– ¡Ya!. Lo sentimos.

– Si llegáis a saber algo, bajad a decírnoslo.

– Así lo haremos. Lo malo es que ahora los guardias estarán muy pendientes de vosotros. Nosotros ya no iremos por el molino para no complicar más las cosas. Gracias por las veces que nos habéis ayudado.

– Lo he hecho de corazón, soy de vuestras ideas. De sobra lo sabéis.

    Los tres guerrilleros se despiden y se marchan. Uno de ellos después de andar unos pasos vuelve y dice a Felipe:

– Ten en cuenta que últimamente la contrapartida se mueve mucho por esta zona. Si vienen por aquí tened mucho cuidado con lo que habláis. Se harán pasar por una partida de los nuestros. Si los ves da parte en el cuartel diciendo que han venido los guerrilleros, aunque sepas que no lo son.

Felipe regresa y narra a su mujer el encuentro y lo que han hablado allí arriba.

    La desesperación se va adueñando de los dos padres, llega el otoño y Carmen dice a Felipe que quiere bajarse a la casa del pueblo. Ahora sufrirán el desprecio de algunas gentes del pueblo, de aquellos que no quieren ponerse en su lugar ni comprender su dolor.

   Ella cada vez se encierra más en sí misma, sale lo justo, no abre nunca las ventanas de la casa y manifiesta a Felipe su intención de no subir nunca más al molino. La tristeza se va adueñando de ellos, él ya no va por la taberna, se dedica a sus tareas y cuando alguien sube a moler al molino no entra en muchas conversaciones.

    La noticia de la marcha de Elena ya es conocida en el pueblo. Hay gente que sigue tratando a Felipe y Carmen igual que lo hacían antes, otros murmuran de ellos, les evitan y les miran mal. Eran personas muy bien consideradas, pero desde lo de su hija ya muchos ni siquiera les saludan, les desprecian.

    Valentina, la vecina con la cual Carmen tiene muy buena relación, le comenta que los malintencionados la llaman «La de la sierra». La madre no se lo dice a su marido porque sabe que lo dicen despreciándola y eso le hará daño.

     Han pasado unos quince años y no han sabido nada de su hija Elena, el dolor ha anidado en sus corazones y la vida para ellos tiene pocos alicientes, por no decir ninguno.

Un día llega el cartero, llama en la puerta, porta una carta en su mano y dice:

– Carmen, toma, viene a nombre de Felipe y tuyo.

– No esperamos ninguna carta.

– Pues no trae remite.

    Una vez que se queda sola abre el sobre, desdobla la hoja que viene dentro y nada más leer las dos primeras líneas le cambia el semblante. No puede seguir leyendo, se ha puesto muy nerviosa y no acierta a leer. Felipe no está en casa y en este momento le hubiese gustado tenerle a su lado.

Queridos y respetados padres:

    Soy vuestra hija Elena. Lo primero que tengo que hacer es pedirles mil veces perdón por lo que hice. Conociéndoles y sabiendo cuanto me querían me imagino el dolor que les causé.

  Allí no teníamos ningún futuro como ustedes me repetían. Decidimos marcharnos a sabiendas del daño que les ocasionaríamos al hacerlo.

  A pesar del tiempo que ha pasado aún no puedo decirles donde nos encontramos, pero estamos muy bien. Antonio y yo nos casamos y tenemos dos hijas y un hijo. La mayor se llama Carmen y el chico, que es el segundo, se llama Felipe. La pequeña es Lucía.

   Antonio es muy bueno conmigo y con los chicos, se desvive por nosotros. Vivimos bastante bien.

Siento no haberles escrito antes pero las circunstancias lo desaconsejaban.

    Espero que cuando pase algo más de tiempo podamos ir a pedirles perdón y abrazarles.

    No ha pasado un día en el que no les haya tenido presentes en mi vida. Siempre he hablado mucho a mis hijos de ustedes y del pueblo.

Deseo de todo corazón que pase algo más de tiempo y podamos regresar.

Su hija que les quiere y les respeta.

Elena

14 de Marzo de 1960

    Cuando termina de leer se lleva la carta al pecho, la aprieta fuerte y rompe a llorar. En ese momento entra Felipe y al ver en ese estado a su mujer dice:

– ¿Qué te pasa?

– ¡Toma!

    Él coge la carta, la lee apresuradamente y cuando ha terminado se abraza con Carmen.

   A pesar del tiempo pasado no habían dejado de albergar en su interior la esperanza de tener alguna noticia de su hija, ahora ya la tienen. No saben si la vida les dejará tiempo para verla, pero ya son felices. A pesar de haber sufrido mucho ahora están satisfechos, esto ha supuesto mucho para ellos. ¡Ya saben que su hija está bien!

   El matrimonio está cenando en la cocina y sus caras reflejan la alegría, la satisfacción que les embarga.

– Mañana subiremos al molino.

– ¿Estás segura?

– ¡Claro que sí! Pocas veces he estado tan segura de algo.

    Nada más amanecer Carmen ya ha desayunado y se encuentra trajinando en la cocina, prepara comida para los dos y la pone en una cesta. Felipe está en la cuadra preparando los dos burros para subir con ellos, los saca a la calle y pone la cesta en uno de los covanillos que lleva uno de los burros. Junto a la puerta hay un poyete desde el cual suben en los burros, acerca uno de los burros y espera para que ella suba.

– No, subiré andando.

Cada uno coge el ramal de uno de los burros e inician la marcha.

   A la salida del pueblo Carmen se para, se agacha y se quita las zapatillas, las toma con una de sus manos y reanuda la marcha. Felipe va un poco por delante y no se ha dado cuenta de lo que ha hecho ella. Como ve que se está retrasando algo se para a esperarla y se da cuenta que camina descalza. Se quita sus abarcas, las coge y sigue el camino sin decir nada.

  Cuando llegan ella recorre las pocas estancias que hay y va abriendo las ventanas porque quiere que penetre la luz del sol por todos los rincones.

    El matrimonio ha cambiado, ahora se les ve más alegres. Todo el mundo piensa que han superado el trauma de la pérdida de la hija, no saben la verdadera razón de su cambio de actitud y ellos la guardan en su interior, no han dicho nada a nadie.

   Un coche sube las últimas de las rampas que conducen a lo que debe ser un pequeño puerto en la divisoria de aquellos montes, lo hace lentamente. Sus cinco pasajeros observan con atención el paisaje, se recrean con él. La carretera está flanqueada por pequeños bosquecillos de robles salpicados con arces que muestran su color rojo otoñal en las pedrizas. Ya queda muy poco para llegar a lo más alto de los montes y ahora el paisaje está dominado por un gran roquedo constituido por bancos estratificados de piedra.

– Mirad. Esta zona se llama El Risco de las Paradas.

– Desde aquí hasta los puertos del Milagro y de Los Yébenes era donde nos movíamos cuando me eché al monte. En esta casilla de la derecha había un destacamento de la Guardia Civil para controlar esta zona y a la vez salir a buscarnos e intentar apresarnos.

    Una vez que pasan el pequeño puerto dan vista a un gran valle, el padre detiene el coche y todos se bajan para admirar el paisaje.

– ¿Veis allí en el fondo aquel grupo de casitas? Es mi pueblo, Navas de Estena.

– Recuerda que cuando decidimos hacer este viaje nos cuestionábamos lo que podríamos encontrar al venir.

– No hace falta que me lo recuerdes, no me lo puedo quitar de la cabeza, aún así estoy deseando llegar.

    La carretera desciende serpenteando en busca del fondo del valle, cada curva que sobrepasan les acerca más a su destino. Después de enfilar una recta y de tomar la última curva a la izquierda se divisa el pueblo. Cruzan un puente bajo el que discurre un pequeño curso de agua.

– Ese es el arroyo de Los Reales, aquí venían las mujeres a lavar la ropa y para que se secase la ponían sobre los juncos, mientras los niños jugábamos al escondite o buscábamos ranas. Parece que fue ayer y sin embargo han pasado bastantes años.

Tras un pequeño recorrido llegan a la plaza, paran el coche y se bajan.

– La casa de mis padres, de vuestros abuelos, está ahí arriba, al fondo de de la plazoleta.

    Tanto Antonio como los hijos perciben el nerviosismo de Elena, este va a su lado y hace que se coja de su brazo. Llegan a la puerta de la casa y ella la golpea. Al poco se abre y aparece una señora vestida de negro de unos sesenta y cinco años. Observa al grupo, pero enseguida su mirada busca los ojos de la mujer que se encuentra en el centro del grupo y se queda paralizada.

– ¡Sí madre ,soy Elena! Esta es mi familia.

   Las dos se miran fijamente, se abrazan y ambas no pueden contener las lágrimas. Carmen sin soltarse se gira, mira hacia el interior de la casa y grita:

– ¡Felipe, Felipe! ¡Es nuestra hija!

     La madre coge a la hija de la mano, pasan un zaguán, la lleva hacia el patio y en ese momento aparece Felipe que no cree lo que ha odio ni lo que ve. Mira a Elena y al resto del grupo que está detrás, se quita la gorra y se abraza a su hija. Una vez que la hija se repone dice:

– A lo primero que venimos es a pedirles perdón por todo el daño que les causamos Antonio y yo. Venimos acompañados por nuestros tres hijos para que les conozcan.

     Elena va presentando a sus padres a su marido y a cada uno de sus hijos ¡Todo son abrazos y besos!

     En los rostros de Carmen y Felipe se puede adivinar la emoción, la alegría que supone para ellos ese momento. Los padres les hacen entrar en el comedor y se sientan, Antonio y Elena les dicen que tomaron la decisión de huir porque ellos se querían y no veían otra salida. Habían marchado por los montes hacia Extremadura, desde allí pasaron a Portugal y después de algunas dificultades consiguieron embarcar hacia Argentina, donde han vivido desde entonces. A su llegada algunos españoles les ayudaron para que pudiesen regularizar su situación legal y para que encontrasen trabajo. Los primeros años habían sido duros, se adaptaron a la vida del país que les había acogido y les brindaba el futuro que en España les estaba negado, su situación poco a poco mejoró y fueron naciendo los chicos.

– ¿Siguen teniendo el molino?

– ¡Claro que sí! Ya se muele poco en él porque han ido apareciendo fabricas muy modernas.

– A mí me gusta mantenerlo útil.

– Nos gustaría mucho subir.

– Mañana, si queréis podemos hacerlo.

    En la mañana del día siguiente la familia al completo parte hacia el molino. Para los nietos todo es nuevo y por el camino van preguntando los nombres de las plantas y animales que observan.

   Nada más cruzar el arroyo Elena y Antonio aceleran el paso, el resto de la familia queda por detrás, desean llegar solos. Cuando están todos allí Elena pide a su padre que ponga en marcha el molino, él les hace entrar, tras girar una llave metálica situada en el suelo se escucha el fluir de un chorro de agua bajo sus pies; la piedra volandera inicia su movimiento y se escucha el roce entre ambas. Coge un saco con un poco de grano, lo echa en la tolva y cae por la canaleta sobre el agujero de la piedra desapareciendo bajo ella. Todos observan atentamente las operaciones que realiza Felipe y escuchan el run-run del molino. Elena mira hacia el cajón, al ver caer la harina se adelanta, toma un puñado, lo huele y lentamente lo deja caer.

     Antonio manifiesta el deseo de subir al monte, sale al camino y siguiendo por la orilla del arroyo asciende por una empinada cuesta; trata de seguir algún sendero que le facilite la subida. De vez en cuando se para, evoca la vida con sus camaradas durante los tres años que permaneció por aquellos montes. Se dirige hacia la Solana de las Monjas. Al llegar arriba observa el paisaje, recorre con su mirada todo como buscando algo o a alguien. Se agacha y buscando dos piedras las golpea dos veces seguidas, escucha como esperando respuesta, espera un corto espacio de tiempo y repite dos veces más aquella acción. De sobra sabe que todo es en vano, no obtendrá respuesta a su llamada. Busca acomodo en un crestón de piedra, se sienta y pasa un tiempo ensimismado en sus pensamientos. Después de un rato se levanta e inicia la bajada, anda un buen trecho, se gira, mira hacia la sierra y recita en voz alta el verso de Miguel Hernández:

«Adiós hermanos, camaradas, amigos»

Queda un rato en silencio y ya sin pararse baja hasta el molino.

    Al llegar observa a Carmen y a Elena sentadas en los escalones de la casa contemplando la puesta del sol, están calladas y agarradas por la mano. No le han visto llegar y sin decir nada se sienta por debajo de ellas, Elena extiende la otra mano y la pone sobre el hombro de Antonio y este sin girarse dice en voz alta:

¡Todos hemos sufrido mucho!

 

Navas de Estena, 12 de Enero de 2018

Javier Tordesillas Ortega