LA FUENTE DE LA LAVANDERA Y DEL CABRERO
Javier Tordesillas Ortega
LA FUENTE DE LA LAVANDERA Y EL CABRERO
En el pequeño jardín que hay en la intersección de la Avenida Montes de Toledo y la Calle Castilla – La Mancha (de «Los Morales») a finales de la década de los años setenta se construyó una fuente chapada con placas de cuarcita.
Tiene una pileta cuadrangular, sobre ella un muro de forma trapezoidal con cuatro caños y en cada una de sus dos caras, con posterioridad a su construcción se instalaron sendos bajorrelieves realizados en hormigón blanco por el escultor José Lillo Galiani. En uno de ellos representó a una mujer lavando en un arroyo y en el otro a un cabrero con sus cabras. Sin duda, el autor de las dos obras escultóricas quiso representar a modo de homenaje a las mujeres y hombres del pueblo y lo hizo mostrando dos actividades que en el pasado estaban muy presentes en la vida diaria de la localidad: ir a lavar la ropa y pastorear con las cabras.
En el bajorrelieve de la lavandera aparece una mujer reclinada en la orilla de un arroyo, viste una blusa con las mangas arremangadas, una falda larga, calza unas zapatillas y lleva recogido su pelo con un moño. Dentro del agua tiene puesta una tabla de lavar («restregadera») y con sus manos frota una prenda en ella. Por debajo de la protagonista hay un puente con algunas plantas en su entorno que pueden ser juncos, chaparros y encinas. En último término de la escena aparecen unos montes. El arroyo sin duda es el de Los Reales y los montes son la Sierra de Fuentefría, Majada de la Burra («Majalaburra») y la Sierra de Muelas.
La escena evoca la tarea que realizaban las mujeres, tanto mayores como jóvenes, para lavar las ropas y sábanas de sus familias.
Cuando necesitaban lavar sus ropas las ponían en un cubo o en un barreño, cogían un trozo de jabón casero, la tabla y marchaban desde sus casas hasta el arroyo de Los Reales. Al llegar lo primero que debían hacer era limpiar de ovas, hojas y tierra una de las charcas que había en esa zona; el agua se retenía en ellas gracias a que tenían una pequeñas represas de piedras. Una vez aclarada el agua de la charca procedían a remojar las ropas y acto seguido introduciendo su tabla en el agua enjabonaban las prendas, las dejaban un tiempo con el jabón para que actuase desprendiendo la posible suciedad y finalmente las frotaban y aclaraban (si no disponían de tabla utilizaban una «lancha» de pizarra con otra piedra más o menos plana que hacía de tope para evitar mojarse mientras lavaban). En el caso de las sábanas, que generalmente eran de lienzo moreno, después de enjabonarlas las extendían sobre la hierba o los juncos para que al exponerlas al sol se blanqueasen. De vez en cuando debían remojarlas un poco mientras se soleaban antes de frotarlas y aclararlas.
Aquellas mujeres que vivían cerca del arroyo solían dejar las ropas tendidas sobre la vegetación, se iban a sus casas y cuando lo consideraban oportuno regresaban a recogerlas. Las que vivían más lejos se llevaban sus ropas para no tener que regresar a por ellas y las tendían en un patio, en un corral o en una cerca («herrén»).
Por el arroyo de Los Reales el agua discurría a lo largo de todo el año y a él acudían las mujeres a hacer la colada, pero en invierno el arroyo de Santa María corría y las de aquella zona del pueblo iban a este hasta que dejaba de llevar agua. También iban a lavar a algún regato estacional, como es el caso del Reguero de La Nava, incluso se lavaba en los cauces de los molinos.
El hecho de ir a lavar al arroyo estaba motivado porque en el pueblo no existía un lavadero como ocurría en otros pueblos y el acarrear el agua hasta las casas desde las fuentes para realizar aquella labor era bastante trabajoso.
En un principio en Navas había tres fuentes o manantiales:
– La Puentecilla en Los Morales, que tenía una pequeña noria accionada manualmente con la que extraer el agua para consumo humano o para hacerla llegar por una tubería hasta el cercano «pilar» donde abrevaban las caballerías.
– El Pocillo estaba en la plaza de la herrería, tenía un brocal con un pequeño tejadillo y el agua se extraía con la ayuda de un cubo atado a una cuerda. Se utilizaba principalmente para abrevar en una pila que había adosada al brocal. Finalmente se quitó el brocal y se instaló una bomba aspirante para facilitar la extracción del agua.
– La Fuente Gorda se encontraba en uno de los huertos del final de la calle Estena, por debajo del Cerrillo.
El agua que se obtenía de aquellos tres puntos se utilizaba para uso doméstico y para abrevar con las caballerías, pero hay que tener en cuenta que tanto el agua del Pocillo como el de La Fuente Gorda era un poco ferruginosa («relumbrienta») y esta circunstancia hacía más limitado su uso.
En el año 1936 se instaló la fuente del Caño en la plaza del pueblo, a la que llegaba el agua por una conducción de tubos de cemento desde el manantial de La Mueda de Las Chiquillas y se construyó un pequeño depósito en la entrada del pueblo en la calle Retuerta. Fue una de las reivindicaciones que llevaron al realizar la marcha a Madrid en la primavera de aquel mismo año. Posteriormente, al ser insuficiente el agua aportado por este primer manantial, se añadía el de La Chopera y se construyó el primer depósito de la Atalaya. Pasados los años se trajo el agua desde el río Estena y se construyeron los depósitos del Rodeo y el segundo de La Atalaya. Finalmente los manantiales de La Mueda y de La Chopera se dejaron de utilizar para el abastecimiento del pueblo.
También antiguamente en el pueblo hubo algunos pozos en casas particulares para uso de sus propietarios. Se tiene constancia que había uno de ellos en la casa del capitán Ocaña, en la del tío Benito en la plaza, en la del tío Dominguillo en la calle Retuerta, en la casa del tío Regino y la tía Margarita en la calle del Pinar (había dos), en la casa del practicante, en la casa parroquial, en la casa de José Villapalos (este lo hicieron entre su padre y los hijos). Se dio la circunstancia que junto a la casa de Esteban López hubo uno que perteneció a varios propietarios.
El año 1974 se instaló en el pueblo la red de tuberías necesaria para hacer llegar el agua a las casas, unos cuantos años después se colocó la del alcantarillado y las mujeres dejaron de ir a lavar al arroyo.
En bastantes ocasiones algunas mujeres se ponían de acuerdo para ir juntas a lavar y mientras lo hacían conversaban o comentaban alguna novedad del pueblo. Las más jóvenes ya se puede imaginar que inquietudes propias de su edad compartían.
Incluso a la orilla del arroyo se inició algún enamoramiento.
– ¿Lo contamos?
– ¡Sí, sí! (se ha escuchado decir a un lector curioso).
– ¡Pues vamos a ello!
Estaba una chica lavando afanosamente sus ropas en el arroyo de Los Reales y llegó un joven a coger agua con un carro y este la espetó:
– ¡Qué bien zarpeas la ropa!
La chica le dijo:
– Tú no eres del pueblo.
– No, soy de … .Estoy trabajando de albañil en la obra de la casa del cura. (se ha omitido el nombre de la localidad para no dar pistas).
Transcurridos unos días aquel chico acudió al baile en el salón de Marchena, la vio con unas amigas y la sacó a bailar; al poco iniciaron su noviazgo, se casaron, comieron perdices y fueron felices.
Cuando ya eran novios, Guillermo confesó a Justi que desde aquel encuentro en el arroyo se había enamorado de ella.
– ¡Coño, que he metido la pata y he soltado los nombres de los protagonistas!
– ¡PERO LO HE HECHO CON MUCHO RESPETO Y CARIÑO HACIA ELLOS!
JUSTI Y GUILLERMO SE CASARON EL 24 MAYO DE 1970 EN RETUERTA DEL BULLAQUE
Ahora, que estos son otros tiempos, disponemos de agua y lavadora automática en nuestras casas y no es necesario bajar a lavar al arroyo. Si lo hacemos, será por dar un pequeño paseo y seguramente al caminar por su orilla habrá quien sienta nostalgia al ver correr el agua, que tampoco ya es la de entonces puesto que en nuestro pueblo y en nuestras vidas han entrado muchos cambios. Con un poco de suerte, a la única que encontraremos por allí será a la lavandera blanca o pajarita de la nieve (Motacilla alba) corriendo y afanándose en capturar algún bichejo que aportar a su nido donde espera su hambrienta prole.
En la otra cara del muro de la fuente, como ya se ha dicho, se representa a un cabrero acompañado de tres de sus cabras. Viste una camisa y sobre ella una zamarra, lleva sus pantalones ajustados con unas tiras de cuero y calza unas abarcas. En una de sus manos porta un garrote para ayudarse al caminar por el monte. Al fondo se observan algunos montes con vegetación en ellos.
Con esta segunda escena el autor de la misma rinde homenaje a todos aquellas personas que dedicaron gran parte de su vida a pastorear con sus cabras. Se echa de menos la representación de algún perro como fiel ayudante a la hora de guiar la «piara» por el campo.
Ya desde muy temprana edad a bastantes chicas y chicos, sobre todo a estos últimos, se les ponía al frente de unas pocas cabras para que pastoreasen con ellas por los alrededores del pueblo. Debían salir a diario y en muchos casos suponía el no acudir a la escuela. Cuando eran algo mayores su rebaño se acrecentaba o iban a trabajar como cabreros a alguna finca vecina por un mísero jornal y su sustento. Estos jóvenes a veces acompañaban a otros cabreros más experimentados de los que iban aprendiendo el oficio. Las condiciones de vida que tenían eran muy duras, su alimentación bastante pobre y dormían junto a sus perros mastines en un chozo o en una tienda hecha con una lona, siempre al lado de la majada para poder cuidar de sus cabras y vigilar por si venían los lobos a atacarlas.
La jornada de los cabreros era bastante larga y no conocía de días festivos. Se levantaban antes del amanecer para acudir junto a sus cabras y después marchar al campo hasta la tarde.
Con el paso del tiempo el trabajo de los cabreros se fue haciendo algo más llevadero y los que estaban en las fincas cada cierto tiempo acudían al pueblo «de muda» para cambiar sus ropas y proveerse de algunos alimentos. Poco a poco fueron desapareciendo los lobos y eso hizo que se pudiesen relajar a la hora de vigilar el rebaño.
En el pueblo se seguían sacando las cabras de la mañana a la tarde, se ordeñaba para hacer quesos o vender la leche a alguna quesería que acudía al pueblo para recogerla y se criaban los chivitos para luego venderlos a algún marchante («marchán»).
En verano muchos cabreros sacaban temprano sus cabras a pastar, regresaban con ellas a su corral a eso del medio día y por la tarde salían de nuevo con ellas; las llevaban al monte y a la caída de la tarde las dejaban allí pernoctando al cuidado de los perros. Las cabras al percibir la llegada de la noche buscaban acomodo entre el monte y se echaban a dormir. El cabrero regresaba al pueblo y a la mañana siguiente debía acudir muy temprano donde las había dejado, antes de que comenzasen a alejarse de aquel lugar y le pudiese costar localizarlas. Seguía el pastoreo hasta llevarlas al pueblo otra vez al medio día. Al hacer pasar la noche a las cabras en el monte se evitaba que estas sufriesen los rigores del verano en los porches al dormir en ellos.
Dado que los cabreros pasaban mucho tiempo con sus cabras en el campo, cuando las circunstancias lo permitían realizaban trabajos artesanos para hacer más llevadera su labor. Los hacían principalmente en corcho y madera con la ayuda de su navaja o alguna otra sencilla herramienta, eran objetos utilizados por el propio cabrero o su familia.
También hay que recordar que en los primeros años de la posguerra española, en algunas ocasiones, los cabreros tuvieron serias dificultades para sacar a pastar sus cabras puesto que los guardias civiles se lo prohibían por temor a que los guerrilleros bajasen del monte y les robasen algunos animales. Las cabras debían permanecer encerradas en los corrales sin posibilidad de salir a alimentarse y llegaban a morirse.
Cuando varios propietarios poseían pocas cabras se ponían de acuerdo en sacarlas en común constituyendo lo que denominaban «colectividad» y les correspondía salir un día por cada tres cabras que tuviesen. Los días que libraban, los dedicaban a otras tareas, principalmente agrícolas.
Por la mañana las juntaban en un corral y desde allí la persona a la que le tocaba hacerse cargo de ellas las llevaba al monte y por la tarde regresaban al corral para que acto seguido marchasen a la casa de cada uno de sus propietarios, donde las ordeñaban o las ponían sus chivitos para que los amantasen. Muchas veces las cabras marchaban solas sin que su propietario fuese a recogerlas porque los animales sabían que al llegar tendrían una pequeña recompensa en forma de grano.
Hubo momentos en que era tal el número de cabras de pequeños propietarios que llegaron a funcionar dos de aquellas colectividades.
Se tienen noticias de que en la calle del Cerrillo, en el corral de la tía Primitiva, durante un tiempo se reunía uno de aquellos atajos y a la propietaria la sacaban tres o cuatro cabras sin tener que hacer turno de pastoreo por ceder aquel espacio. Otro corral que se utilizó con aquel mismo fin estaba situado en la calle Retuerta.
Esta práctica poco a poco fue abandonándose aunque llegó hasta la década de 1980.
En el pueblo existió el corral del concejo y estaba situado en las afueras del pueblo, concretamente al final de la actual calle Del Pinar. Se utilizó para reunir en aquel espacio los cerdos pertenecientes a diferentes propietarios. Por la mañana, desde cada casa se llevaba hasta el corral el cerdo que estaban criando para la matanza. Una vez reunidos todos los cerdos, se les sacaba al campo para que pasasen por allí el día buscando su sustento, constituido principalmente por hierbas, raíces y las nutritivas bellotas del otoño. Por la tarde, a una determinada hora, regresaban de nuevo al corral, cada uno de sus propietarios acudía para recoger su cerdo marchando con él hacia a su casa. El-la «guarrero-a», que así se llamaba a la persona que cuidaba de aquellos cerdos, recibía por parte de cada propietario una módica cantidad de dinero por sacar a pastar a su cerdo. Esta labor muchas veces la realizaba algún chico de no muchas edad, pero también la realizaron algunas chicas. En concreto, se tiene constancia de que la realizaron dos hermanas para poder aportar a su humilde familia algún dinero con el que hacer más llevadera su vida diaria.
Un lugar al que con bastante frecuencia se solía llevar a los cerdos era al «Bañaero de los Guarros» situado justamente en el Boquerón del Estena. Se trata de una pequeña turbera («trampal») en la que aquellos animales disfrutaban bañándose en el lodo y de paso se quitaban los parásitos que pudiesen tener.
El proceso migratorio que afectó al medio rural en los años sesenta y setenta, del que por supuesto no se libró Navas, propició que se marchasen bastantes jóvenes que habrían podido ser el relevo generacional en la ganadería y los que quedaron no quisieron hacerse ganaderos debido a la dureza de esta ocupación y las excesivas jornadas de trabajo que deberían haber asumido. La última generación de cabreros se fue jubilando y en la actualidad únicamente queda un número muy reducido de cabras con carácter testimonial.
El futuro de esta ganadería extensiva en los Montes de Toledo es poco halagüeño y si no se remedia desaparecerá por completo. Sería de máximo interés que las administraciones públicas potenciasen la implantación de nuevo de la ganadería caprina para contribuir a la fijación de la población y además se colaborase con ello a la limpieza de los montes al cumplir con la labor mediambiental que tiene más que reconocida.
Un jubilado pasea por las Eras de Abajo con tres o cuatro cabras, lo hace pausadamente acompañado por su perro carea. Se para, abre una pequeña silla plegable que lleva colgada en su espalda, se sienta (antes se sentaba en el suelo, ahora se ha hecho más señorito o los achaques se lo impiden), apoya su garrote en una de sus piernas y con su mirada recorre de un extremo a otro la sierra. Parece que busca algo o a alguien. Se queda mirando a un punto fijo y ni siquiera parpadea. Sus labios esbozan una breve sonrisa. ¿No estará soñando despierto con otros tiempos?
Aparecen los chicos de la televisión de Castilla – La Mancha, ven al jubilado con sus cabras y ponen en marcha su cámara. Hay que grabar a este hombre que parece sacado de otra época, ya no hay cabreros.
Ahora, como también son otros tiempos, ya no quedan apenas cabras en nuestro pueblo, no se escuchan sus cencerros y los cabreros no dan órdenes a sus perros. Todo el monte está vacío y triste.
Nuestro jubilado sigue con su mirada fija en el monte soñando despierto.
– Sabemos quién es, pero omitiremos su nombre. No lo diremos.
– ¡Sí, sí! (dice el mismo lector curioso).
– Dejémosle tranquilo con sus sueños.
– Yo quiero saberlo (insiste el lector curioso).
– ¡Bueno, pues aunque se enfade conmigo lo revelaremos!
ES PABLO. UN BUEN CAZADOR, UN BUEN GUARDA Y UN EXCELENTE CABRERO.
Los dos bajorrelieves de la fuente y este sencillo texto deben considerarse un merecido homenaje a todas aquellas mujeres y hombres que durante generaciones, ya desde su infancia y adolescencia, se esforzaron, se sacrificaron y pasaron bastantes penurias para aportar a sus familias y a su pueblo lo mejor de ellos.
Ahora, que afortunadamente son otros tiempos mucho mejores, vamos olvidando todo aquello y no debe ser así. Tenemos la obligación de recordarlo puesto que es nuestra memoria personal, familiar y colectiva.
Navas de Estena, 23 de Octubre del 2023
Javier Tordesillas Ortega