Leyendas
leyendas de navas de estena

Leyendas de Navas de Estena

 

Javier Tordesillas Ortega

Introducción

 

     Las leyendas son narraciones o relatos basados en hechos reales o fantásticos que se han transmitido de generación en generación mediante transmisión oral y en algunas ocasiones también han sido escritas . Por lo general hacen referencia a hechos que se engrandecen y fabulan hasta el punto de transformarlos en fantásticos, pero que muchas veces se les llega a dar reconocimiento de veracidad. Suelen estar ambientadas en el medio donde fueron creadas, no recurren a escenarios alejados del contexto donde se desarrollan para hacerlas más próximas y creíbles.

   No hay que confundirlas con los mitos, que también son narraciones, pero estos presentan acciones de dioses, de héroes de la antigüedad y de seres fantásticos Estos han sido muy utilizados en diferentes culturas y religiones para explicar o dar sentido al origen de las cosas y de los elementos de la naturaleza.

    Hay leyendas de diferentes tipos según el asunto que traten como las escatológicas, históricas, cosmogónicas,… Incluso podemos hablar en la actualidad de las leyendas urbanas.

     En el Romanticismo la leyenda estuvo muy de moda, por así decirlo, y sin duda quien mejor supo manejarla fue Gustavo Adolfo Bécquer. Con el uso de descripciones muy detalladas, con una gran dosis de misterio e intimismo fue capaz de crear narraciones cortas, como lo son las leyendas, de una gran belleza en lasque predomina lo espiritual como una nota característica del movimiento romántico. Entre las muchas leyendas que escribió y publicó podemos recordar las de Maese Pérez el organista, El monte de las ánimas y El miserere.

    Hay ciudades que por su historia o por su encanto poseen leyendas que se fueron forjando con el paso del tiempo y por el influjo de diferentes culturas. Un caso muy significativo es el de la ciudad de Toledo, la Ciudad Imperial atesora muchos de estos relatos relacionados con hechos históricos, con lugares, con edificios o con personajes. Casi podría afirmarse que en esta ciudad cada rincón de ella tiene su propia leyenda. Entre muchas otras podemos citar las de El Pozo Amargo, El Cristo de la Luz y La noche toledana. El mismo Bécquer, quien visitó la ciudad en varias ocasiones, quedó enamorado de Toledo y en sus paseos por ella encontró la inspiración para escribir El beso, El Cristo de la calavera, La ajorca de oro, Las tres fechas y Rosa de Pasión.

    También el término leyenda se puede aplicar a un personaje que por sus hechos y fama alcanza notoriedad, es el caso de personajes históricos artistas, científicos, descubridores, deportistas, etc.

     Félix Urabayen en uno de sus viajes por la provincia de Toledo llegó hasta Hontanar y subió al Risco de las Paradas. Allí se encontró con unos cabreros que le fueron explicando cosas sobre el paisaje, sobre las fincas que se divisaban y le hablaron de Bernardo Moraleda, el último bandolero de los Montes de Toledo. Todo ello lo plasmó en una de sus estampas titulada «El Risco de las Paradas». Lo que le contaron sobre Moraleda debió de atraerle tanto que escribió un folletón sobre su vida y andanzas que apareció publicado en el periódico EL Sol de Madrid. De la pluma de Urabayen salió un magnífico relato corto en tres entregas que casi podríamos considerarlos una leyenda, mezcla de realidad y fantasía, y por el personaje en sí. La última entrega del folletón salió publicada en el periódico el día 16 de Julio de 1936, siendo lo último que este escritor publicase antes de la Guerra Civil. Al terminar esta fue duramente represaliado por sus ideas republicanas y su amplia obra quedó sumida en el más absoluto silencio.

Siguiendo con el bandolero Moraleda:

     Cuando el que suscribe estas líneas llegó a Navas de Estena en el año 1980,al poco de estar en la localidad le contaron «La leyenda de Moraleda» e incluso como tal la redactó un alumno del colegio para un pequeño periódico escolar. Lo anterior nos puede dar una idea de lo fácil que es magnificar hechos y personajes cuando salen de una normalidad, son considerados asombrosos y extraordinarios.

    En los últimos años gracias a las investigaciones de algunos historiadores se ha puesto luz sobre la historia de este personaje, se han conocido datos sobre su familia, su vida y sus acciones, pero aún así queda un halo de misterio, de leyenda sobre él y su tesoro escondido.

Hay unas coplas populares dedicadas a este bandolero cuyos primeros versos son estos:

Cuando yo me hice criminal
en los Montes de Toledo
lo primero que robé
fueron unos ojos negro
en una cara morena…

     Fue tan famoso en su época que cuando salió de la cárcel la revista Estampa publicó un artículo ilustrado con fotografías sobre cómo vivía el anciano bandolero en la finca El Castillo de Prim del duque de Los Castillejos, hijo del general.

     Al salir de la cárcel vino andando y mendigando hasta llegar a Navas de Estena, pidió ayuda a su hermana y esta se la negó aduciendo que cuando él andaba por los montes ayudó a otras personas, pero no a ella. Era tan lamentable su estado que unos cuantos vecinos del pueblo organizaron una cacería, vendieron los jabalíes que cazaron y entregaron el dinero a Moraleda para que se comprase ropas; durante un tiempo siguió mendigando hasta ser acogido en El Castillo de Prim en agradecimiento de la ayuda que prestó al duque en su infancia al llevarle al palacio cuando este se perdió en el monte. En esa finca se encargó de cuidar de la bodega y al final de su vida le llevaron al asilo de Ciudad Real donde falleció. Estando ya en el asilo fue visitado por tres vecinos de Navas de Estena que viajaron a Ciudad Real para hacer alguna gestión para el ayuntamiento, uno de ellos fue Hilario García Sánchez. Fueron los últimos monteños que vieron al viejo bandolero.

      En nuestra localidad, como en tantas otras, la tradición oral en el pasado ha supuesto una fuente importante en la transmisión de tradiciones, de juegos, cuentos y leyendas que en gran parte eran reflejo de su modo de vida. Actualmente se está dejando a un lado «lo antiguo» porque no parece tener valor en la sociedad actual y no es así, es la riqueza cultural que no hay que olvidar, que no hay que perder. Es el caso de las tres leyendas que se presentan a continuación.

Leyendas Navas de Estena

     Bernado Moradela, toda una leyenda.

La CULEBRA DE SIETE CABEZAS

 

     Los mayores de nuestro pueblo cuentan lo que le sucedió a un cabrero una noche de verano después de dejar sus cabras en el monte. Según parece el hecho ocurrió hace ya mucho tiempo, seguramente siglos.

    Una tarde un joven de no más de veinte años sacó sus cabras del corral y se dirigió con ellas hacia el río, después de cruzarlo llegó a Fuentefría, bebió su fresca agua e hizo que sus ganados subiesen al Collado Mulero. Al llegar arriba los animales de forma instintiva fueron bajando por el barranco de Fuente del Caño y se encaramaron en lo alto de la cuerda. La luz del sol ya casi había desaparecido dando paso a una tenue penumbra. El rebaño ahora marchaba con un ritmo más lento y las cabras poco a poco buscaban acomodo y se iban tumbando para pasar allí la noche. El cabrero observaba a las cabras mientras descendía lentamente por la ladera hasta llegar al río. Aunque había caído la noche lo cruzó con gran habilidad y encaminó sus pasos en dirección al pueblo.

    Nuestro protagonista caminaba despreocupado hasta que poco antes de llegar a Las Torres escuchó un ruido procedente de la parte alta del monte. Se paró y mirando hacia arriba pudo distinguir la silueta de una persona que de trecho en trecho se desdibujaba entre la maleza. Con cierto asombro se escondió detrás de unas jaras, vio como esa persona bajaba hasta a la tabla de Las Torres. Sin dudarlo un momento bajó al río comprobando que se trataba de una mujer que arrodillada se lavaba y peinaba en la orilla. Tenía una palangana dorada delante de sus piernas y un peine del mismo metal en sus manos. La luna brillaba en lo alto del cielo e iluminaba con bastante nitidez la escena. Al estar cerca de ella se dio cuenta que no la conocía, no era del pueblo. Sus miradas se buscaron quedando inmóviles por unos momentos sin decirse nada. El joven al fin dijo:

– ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

– Vivo en El Castillazo desde hace muchísimos años porque me cayó la maldición de tener que bajar eternamente hasta aquí todas las noches de luna llena. Debo lavarme y peinarme con esta palangana y este peine de oro.

– ¿Puedo ayudarte para romper esa maldición?

– Si eres valiente y superas tres pruebas al subir al Castillazo me liberarás de la maldición.

– Estoy dispuesto a ayudarte. ¡Subiré! ¿Qué tengo que hacer?

– Sube por esta ladera del monte y verás que una gran piedra baja rodando hacia ti para aplastarte. ¡No te apartes ni te muevas porque soy yo! En segundo lugar aparecerá un enorme toro que baja corriendo para embestirte. ¡No te apartes ni te muevas porque soy yo! En tercer lugar aparecerá una culebra muy grande con siete cabezas, vendrá derechita hacia ti para morderte y devorarte. ¡No te apartes ni te muevas porque soy yo!

– Si consigues llegar arriba significará que has superado las tres pruebas y en recompensa te entregaré un tesoro que tengo escondido por allí.

   El joven inició la subida y la joven se quedó esperando en el río. No llevaba mucho trecho subiendo cuando escuchó un gran estruendo, alzó la cabeza y pudo observar como una gran roca venía ladera abajo hacia él. La roca llegó a la altura de su cara, recordó la recomendación, no se apartó y esta desapareció. Animado tras superar la primera prueba siguió la ascensión. Llevaba un buen rato subiendo cuando escuchó chasquear ramas, levantó la cabeza y al poco apareció un enorme toro negro que bajaba corriendo con la mirada puesta en él. Esta vez sintió más miedo, recordó de nuevo la recomendación, no se movió y el toro desapareció cuando ya lo tenía ante su cara.

– ¡Ya me queda poco para llegar arriba! ¡Lo consigo!

       No había terminado de decirse para sus adentros esas dos frases cuando de entre el monte salió una horrible culebra con siete cabezas. La visión era terrorífica puesto que cada una de las cabezas mostraba abierta su boca lanzando dentelladas al aire, se movían en distintas direcciones y emitían silbidos espeluznantes. Fue tan grande su susto que pareció que se le helaba la sangre. Aunque recordó la recomendación no pudo sobreponerse, se echó a un lado y se escondió detrás de una encina. La culebra bajó hasta llegar al río, la joven al verla llegar salió huyendo y dando grandes gritos dijo:

– ¡No lo has conseguido! ¡Seguiré condenada!

     Cuando el cabrero se repuso un poco del susto se marchó al pueblo y contó todo lo que había sucedido.

    A pesar de que pasó un tiempo no podía olvidar todo lo vivido aquella noche, ni tampoco a la joven porque estaba enamorado de ella.

     Regresó en repetidas ocasiones en las noches de lunas llena, sentado a la orilla del río esperaba a su amada. Alguna que otra vez si le parecía escuchar un ruido procedente de la parte alta del monte se ponía en pie y con su mirada buscaba entre las jaras, en las pedrizas y en las sombras de las encinas. Todo era en vano ya que nunca apareció, aunque no sabía que aquellos ojos que le cautivaron le observaban desde detrás del tronco de un gran roble. Ella permanecía inmóvil ocultándose para no ser vista, deseaba bajar pero no lo hacía.

     Al regresar una madrugada hacia el pueblo se sintió cansado, se sentó junto al camino y mientras descansaba se dio cuenta de que su cuerpo aumentaba de tamaño y que sus miembros estaban cada vez más rígidos. Al final era un ser descomunal y quedó petrificado.

    Como recuerdo de aquella triste historia hoy podemos ver la serpiente de las siete cabezas grabada en una gran roca junto al río y al pobre cabrero sentado y convertido en piedra en lo alto del monte. Alza su cabeza dirigiéndola al cielo como esperando que salga la luna.

    Hay quien afirma haber visto a la joven en noches de luna llena caminar entre el monte, llegar junto al cabrero y abrazarse a él hasta la madrugada.

Anónimo popular.

el becerro de oro

 

     Aquella mañana de otoño amaneció con el cielo algo cubierto de nubes grises que amenazaban con soltar su carga de agua a lo largo del día. Antonio, un joven de unos quince o dieciséis años, ya llevaba levantado un buen rato puesto que tenía la costumbre de hacerlo al clarear el día, con los primeros rayos de luz del alba. Había tomado un tazón de leche con pan migado con un generoso chorro de achicoria preparada la noche antes. Cogió su zurrón y puso en su interior media hogaza de pan, un trozo de queso, dos tasajos, una cantimplora con agua y una manzana. Lo dejó junto a la puerta de la cocina y acto seguido se dirigió al corral para ordeñar con un tarro de chapa una veintena de sus cabras, una vez terminada esa primera labor dejó la leche en el zaguán de la casa para que su madre elaborase con ella algún queso. Ya con el zurrón sobre sus espaldas echó mano de su garrote, salió al patio y con un leve silbido llamó a sus tres perros careas, estos no tardaron en llegar intuyendo que era la hora de marchar al campo; les dio un trozo de pan a cada uno, esperó a que los animales se lo comiesen y con paso decidido dirigiéndose de nuevo al corral abrió la puerta que daba al campo. Las cabras casi de forma instintiva comenzaron a salir, sólo unas cuantas se resistían a hacerlo por lo que los perros sin mediar orden alguna fueron hacia ellas con una actitud amenazante, las hicieron apretar el paso y emprender una carrera para incorporarse al resto del rebaño. El joven cabrero marchaba a la cabeza, los perros se afanaban en ir de un lado a otro para mantener a las cabras agrupadas y no se entretuviesen buscando los primeros bocados de hierba. Por encima del pueblo se podían observar a los viondos revolotear formando grupos que de forma bastante rápida surcaban el cielo al desplazarse en un constante ir y venir. Sin duda, el tiempo estaba cambiando, intuían el momento de iniciar la marcha para ir a pasar el crudo invierno en tierras más cálidas. Antonio echó una mirada hacia arriba, por un instante detuvo su paso para observar sus evoluciones, parecía que las cabras irían adelantándole para dejarle atrás pero echó una pequeña carrera y de nuevo se puso al frente de sus animales. Poco a poco se fueron alejando del pueblo por el camino de San Pablo y cuando llevaban un buen trecho el cabrero aflojó el paso, salió del camino para dirigirse hacia unos pequeños cerros, las cabras fueron rompiendo el grupo lentamente para dedicarse a buscar las briznas de hierba tierna o ponerse a dos patas para empinarse al mordisquear los brotes nuevos de los chaparros.

     A lo largo de la mañana las nubes fueron desapareciendo dando paso al sol que con su luz aportaba más color al campo, haciéndolo aparecer como más alegre y vivo. Algunas cabras al llegar cerca de un pequeño chorrero aceleraban su paso para llegar hasta él, bebían de forma reposada como saboreando el agua fresca que discurría plácidamente por el barranco, después sin prisa regresaban cerca del resto del rebaño para seguir buscando su sustento.

   A eso del mediodía se encontraban en las laderas de Las Monjas, las cabras marchaban con un paso pausado, era hora de descansar un poco y reponer fuerzas comiendo algo. Nuestro protagonista se sentó sobre una piedra, dejó el zurrón en el suelo y sacando el pan y un tasajo se dispuso a comer; los perros inmediatamente acudieron junto a su amo echando una mirada a los alimentos, se situaron cerca con la esperanza de recibir alguna recompensa. El joven esbozó una breve sonrisa porque aquella situación le era muy familiar y sabía que esperaban que les diese algo. Con ayuda de su navaja iba cortando pequeños trozos de carne y pan, los comía pausadamente y de vez en cuando echaba alguno a los perros que se los comían con auténtica fruición. Después hizo lo mismo con el queso y de vez en cuando bebía un trago del agua que traía. Una vez que terminó de comer siguió sentado un buen rato, se entretenía en mirar el paisaje y al dirigir su mirada hacia su izquierda pudo observar las lomas de Vallegarcía. Recordó que un par de años atrás tenían su rebaño en aquella finca, dormía con su padre en un pequeño chozo y estaban atentos por si en plena noche venían los lobos para atacar a las cabras. Los perros eran sus mejores aliados y a la menor sospecha estos ladraban poniéndose en guardia y dando aviso a los cabreros. También recordaba la primera vez que pasaron cerca de la entrada de una cueva, su padre le contó que en lo más profundo de esta existía un lago y al fondo se encontraba una puerta que encerraba un valioso tesoro: un becerro de oro del tamaño de un cabrito. Quien consiguiese llegar hasta allí lo obtendría en recompensa del valor demostrado por entrar y arriesgar su vida en la aventura.

    Estaba entretenido evocando todo aquello cuando se dio cuenta que las cabras se habían alejado un buen trecho, se levantó y acompañado de los perros se dirigió hacia donde se encontraban para orientar su marcha de regreso al pueblo.

     Por la noche salió un rato a la plaza, seguía sin quitarse de la cabeza la historia de la cueva, se encontró con su primo Luis y aunque al principio dudó si contárselo al final decidió hacerlo. Al fin y al cabo, eran muy buenos amigos y de ellos todo el mundo decía que eran como uña y carne, siempre se les veía juntos, eran inseparables.

– Hoy he estado por Las Monjas y he recordado lo que me contó mi padre de la cueva de Vallegarcía.

– ¿Qué es esa historia?

– ¿Es que tú no lo sabes? En aquella cueva hay escondido un becerro de oro, quien entre y lo encuentre será suyo. A mi padre se lo contó nuestro abuelo.

– Si eso fuese verdad alguien ya habría ido a buscarlo para hacerse rico.

– Nadie se ha atrevido porque hay una maldición para el que entre y no lo encuentre.

– Eso son cuentos de viejos, olvídate de todo eso.

Antonio hizo caso a Luis y echó en el olvido la historia.

    Pasaron unos años y los dos chicos se hicieron adultos siguiendo tan unidos como siempre y no era raro verles ayudándose en sus trabajos cuando lo necesitaban.

    En una ocasión estaban podando unas encinas en El Gaulí y a la hora de comer se sentaron, compartieron lo que ambos fueron aportando y de vez en cuando echaban un trago de vino de la bota que uno de ellos llevaba.

– ¿Te acuerdas de la cueva y del tesoro?

– ¡Todavía le das vueltas!

– Ni mucho menos, pero como no estamos muy lejos me he acordado. ¿Y si fuese verdad? A mí no me importaría ir a buscarlo.

– Bueno, si quieres mañana cuando vengamos iremos a echar un vistazo para que te quedes tranquilo.

     A la mañana siguiente Antonio esperaba a su primo a la salida del pueblo en el camino de los molinos. Esta vez cada uno traía un burro porque el día anterior habían acordado el traerlos y recoger algo de leña que ya tenían hecha. Se subieron a los burros, tras una pequeña caminata llegaron al arroyo de Los Reales, lo cruzaron para nada más subir una cuesta llegar al molino de Nicasio quien se encontraba trabajando en el huerto. Le saludaron en la distancia y siguieron su marcha para poco después llegar a la raña donde tenían el corte. Se bajaron de los burros y comenzaron a recoger la leña.

– Si te parece nos acercamos a ver tu cueva.

– ¡Hombre, ya te interesa a ti también!

– No es que tenga mucho interés, pero así te quedarás tranquilo. Igual no encontramos la dichosa cueva.

– Venga, pues vamos ahora.

      Dejaron su trabajo y se encaminaron hacia el valle donde Antonio sabía que estaba la cueva. No tardaron mucho en encontrarla junto a unos riscos en un pequeño barranco porque recordaba perfectamente su ubicación, no lo había olvidado. Se trataba de un hueco no muy grande recubierto en sus bordes por algunos pequeños helechos, pero tenía la abertura suficiente para entrar a través de él agachándose un poco.

– ¡Lo ves, ahí la tienes! ¿Te convences?

– ¿Y ahora qué?

– Si te parece entramos para echar un vistazo. Yo traigo unas teas de enebro, las encenderemos y podremos ver lo que hay.

     A Antonio se le aceleraba el corazón mientras encendían sus antorchas, parecía que se le saldría del pecho. Al entrar, nada más dar unos pasos quedaron en completa oscuridad, tuvieron que esperar a que sus ojos se adaptasen a la falta de luz para poder ver algo. La cavidad era un tanto estrecha y alargada. Caminaron por ella hasta llegar a una zona en que se ensanchaba formando una pequeña sala.

– Creo que aquí termina esto y nada de nada de oro.

– ¡Espera, espera! Aquí hay un agujero.

     En la parte baja de un rincón había un hueco. Acercaron una de las teas y pudieron comprobar que daba acceso a un nuevo espacio.

– Por hoy lo dejamos aquí y mañana volvemos con una cuerda y un par de faroles.

– Vale, me parece bien.

   Tras desandar el espacio recorrido salieron al exterior y se miraron con cara de asombro porque no terminaban de creer lo que habían visto.

– No termino de creérmelo. ¿Qué habrá más adelante?. Tenemos que verlo.

– ¡Mira con el que no se lo creía! Si te parece venimos mañana de nuevo y entramos para comprobar lo que hay más adentro.

      Regresaron donde habían dejados los burros, los cargaron con leña de la que tenían cortada y se encaminaron hacia el pueblo con el acuerdo de no comentar a nadie su hallazgo.

      Muy de mañana se pusieron en marcha ya pertrechados con los faroles, unas teas, una cuerda y un rollo de cordel. Llegaron a la entrada, encendieron los faroles y penetraron hasta llegar al hueco descubierto el día anterior. Ataron el extremo del cordel a un palo que introdujeron en una grieta de las paredes, arrastrándose uno detrás de otro penetraron por un estrecho túnel que daba paso a lo que en un principio les pareció un espacio más amplio. Ya puestos en pie encendieron las teas para poder ver mejor, quedaron sorprendidos al comprobar que se encontraban en el interior de una gran sala y no pudieron articular palabra alguna. Una vez repuestos de la sorpresa observaron que de las paredes y del techo pendían multitud de formaciones pétreas de color blanquecino o terroso. Sus formas recordaban las de columnas, velas, paños y cascadas. Jamás habían visto algo similar.

     Después de contemplar aquel espectáculo tan maravilloso comenzaron a caminar con bastante precaución porque el suelo estaba resbaladizo, no habían dado muchos pasos cuando percibieron el rumor de agua cayendo. Se trataba de una pequeña cascada que saltaba desde un agujero de una de las paredes y que terminaba formando un chorrerillo. Siguieron el sentido de la corriente de su agua y al poco se hallaron en el borde de lo que era un lago. Su sorpresa fue mayúscula al ver en la orilla una pequeña barca con unos remos dentro. Luis dejó en el suelo lo que aún quedaba del ovillo de cordel que había ido soltando para no perderse en el regreso y dijo bastante impresionado:

– Yo ni por asomo podría haber imaginado lo que estamos viendo. Esto de la barca no me gusta un pelo. Creo que deberíamos dar marcha atrás. Ya ha sido bastante.- (su voz sonaba un tanto entrecortada y denotaba cierta preocupación).

– No me digas que no quieres seguir. Casi seguro que el becerro de oro está en la otra orilla.

– ¡No, quiero salir de aquí! ¡No seguiré! – Dijo con voz más firme.

– Pues yo pienso seguir. Tú espérame aquí.

– ¡Ni se te ocurra! No sabemos lo que hay al otro lado.

    Sin pensarlo dos veces Antonio subió en la barca y empuñando los remos la dirigió hacia la otra orilla. No tardó mucho en llegar y no había terminado de poner el primer pie en el suelo cuando vio en la pared una puerta, se acercó a ella y se dio cuenta que junto a esta había un gran clavo con un manojo de llaves todas ellas herrumbrientas. Sin dudar un instante dirigió una de sus manos hacia la pared para cogerlas y en el preciso momento de tocarlas se escuchó por toda la cueva una voz potente y firme que dijo:

– ¡Quién acierte rico se hará, quién se equivoque caro lo pagará!

     La voz retumbaba por el efecto del eco y aquella frase no parecía terminar nunca, como si saliese de cientos de gargantas que la iban repitiendo.

      Acercando el farol a las llaves pudo observarlas detenidamente, se dirigió a la puerta, miró el ojo de la cerradura y eligiendo la que le pareció más adecuada la introdujo en él. Asiéndola con fuerza la giró hacia la derecha y esta no abría, repitió la acción unas cuantas veces y seguía sin funcionar. Lo intentó hacia la izquierda y tampoco se movía. Sacó la llave y al ir a cambiarla por otra de nuevo se escuchó la voz:

– ¡La maldición ha caído sobre vosotros!

    Esta segunda vez era más potente y resultaba ensordecedora. Antonio tiró las llaves, se subió a la barca para regresar con Luis, según iba cruzando el lago pudo comprobar que la barca se iba deshaciendo. Antes de llegar a la orilla cayó al agua y para su suerte había poca profundidad, le llegaba a las rodillas. Salió ayudado por su primo, recogiendo el cordel fueron saliendo de la sala, después por el túnel y finalmente llegaron al exterior. El tiempo que emplearon en salir a ambos les pareció eterno, parecía que nunca alcanzarían la salida.

   Cuando se vieron fuera se miraron fijamente y se abrazaron. Temblaban de miedo. Una vez sosegados un poco emprendieron la marcha hacia el pueblo. De regreso por el camino acordaron no contar a nadie lo que habían vivido y así lo hicieron. Nadie supo nada de todo aquello que les había sucedido en el interior de la cueva.

¡Pero pasados los años la maldición se cumplió!

Anónimo popular.

eL caldero de la peña de eStena

 

 

     Poco a poco el sol se ha ido ocultando por la sierra de Fuentefría, el valle se está sumiendo en la oscuridad y esto hace que los habitantes de Navas regresen de forma paulatina a sus casas. Los niños han dejado los juegos en las calles o por las afueras del pueblo, los labradores y cabreros regresan del campo y las mujeres se afanan en sus cocinas para preparar la cena familiar.

    El otoño ya está bien entrado, por muchas de las chimeneas empiezan a salir columnas de humo que se expanden en el aire, juntándose unas con otras para formar una nube, elevándose y desapareciendo. En el ambiente se puede percibir el olor de la las jaras y tomillos utilizados para encender el fuego.

      La vida ahora se centra en el interior de los humildes hogares, el pueblo parece estar prácticamente desierto, únicamente de vez en cuando alguien transita por las oscuras calles, pero sin ánimo de permanecer mucho tiempo en ellas, lo justo para ir a su casa. Ha llegado el momento de sentarse en torno al fuego, allí se comentará lo sucedido a lo largo de la jornada, la marcha de los trabajos o alguna novedad de este sencillo pueblo. Mañana será más o menos lo mismo, no habrá muchos cambios.

     En una de esas casas la madre cocina en el fuego unas patatas guisadas con algo de conejo, lo hace en una sartén de patas. La habitación es bastante amplia, a ambos lados de la chimenea hay un pollo donde dormirán los dos hijos de la familia, un chico de unos doce años y una chica dos o tres años más pequeña.

    Los dos ya han regresado de encerrar las gallinas en una cerca no muy lejos de la vivienda para ponerlas a buen recaudo por si en la noche vienen los zorros o las jinetas.

– ¿Ya habéis dejado a las gallinas encerradas?

– Si, madre, pero Lorenzo ha estado corriendo detrás del gallo.

– ¡Chivata!

– ¡Ya estamos igual ! María prepara la mesa, los tenedores y la fuente. Lorenzo, sal al patio a por leña.

     Al poco llega el padre, trae un cubo con un poco de leche, saluda a la familia, enciende un candil y lo cuelga de un gancho en centro de la cocina. Todos se sientan alrededor de una pequeña mesa cerca de la chimenea para recibir el calor de esta y como asiento cada uno de ellos tiene un tajo de corcho. La madre pone el contenido de la sartén en la fuente de chapa y la sitúa en el centro de la mesa para que todos lleguen a comer desde la posición que ocupan.

– En un par de jornadas ya tendré terminada la siembra. Ya sabéis que este año tenemos una roza cerca de la Peña de Estena. Cuando llegue la siega Lorenzo vendrá conmigo para ayudarme. Tendremos que estar allí dos o tres días.

– ¿Iremos andando?

– No, hombre. El tío nos prestará su carro para poder traer la mies. Iremos en él.

– Bueno, eso está mejor.

– María se quedará conmigo para ayudarme en el huerto.

     Una mañana al levantarse María comenta a su madre que había tenido un sueño muy extraño. Vio una caldero lleno de monedas de oro encima de una roca muy grande, sobre las monedas se encontraban clavadas dos espadas y entre las dos espadas había una víbora inmóvil con una mirada amenazante. Ella quería coger el caldero, pero no lo hizo porque la víbora la miraba fijamente.

– Madre ¿Tú crees que puede pasar de verdad?

– Eso será porque hace unos días Lorenzo dijo que había visto una culebra muy grande y te debió impresionar. ¡Ojalá encontrásemos un caldero lleno de monedas de oro! ¡Seríamos muy, muy ricos!

– ¿Cómo puede ser que esta muchacha sueñe algo que me contaba mi abuela Antera? Yo nunca lo he creído ni lo he contado (Pensando).

     Pasaron los meses y el tiempo de cosechar los cereales había llegado, la época del año en que más se afanaban todos los habitantes del pueblo. Los mayores se encargarían de la siega y los más pequeños recogerían las manadas de mies para formar las gavillas y luego juntarlas en haces con los atillos. Se trasladaría a la era donde se trillaría y aventaría para luego amontonar el grano, finalmente recogerlo y guardar la paja en los pajares para alimentar con ella a los burros y las mulas a lo largo de todo el año. La labor preferida por los chicos era la trilla, disfrutaban subidos en el trillo dando vueltas en la era.

– Luisa. Pasado mañana bajaremos a segar la roza, tienes que prepararnos comida y un par de mantas. Ya sabes que de madrugada refresca por allí abajo.

– Padre. A mí me gustaría ir también con vosotros, os puedo ayudar.

– ¿Por qué quieres venir, María?

– Te he escuchado decir que aquello es muy bonito y quiero verlo.

– Bueno, pues no se diga más. Vendrás con nosotros, pero tendrás que madrugar mucho porque saldremos muy temprano.

      La idea de ir a la peña atraía a María, no sabía bien por qué, pero en su interior sentía una fuerza que le hacía expresar el deseo de ir hasta allí.

     Muy de madrugada, con el cielo aún estrellado padre e hijos salieron del pueblo por el camino de Horcajo. Iban subidos en el carro y los chicos al poco se tumbaron y se arroparon con las mantas que llevaban puesto que aún tenían sueño. Cruzaron el arroyo del Chorrillo, subieron por El Puerto para llegar a Garbanzuelo y bajando por Candilejo llegaron a Las Peralosas. A media mañana estaban en la tierra que debían segar y comenzaron su labor siguiendo las instrucciones del padre: él segaba y los dos hijos formaban haces que iban juntando en una de las lindes.

    A media tarde su botijo tenía poca agua, el padre les indicó por donde debían bajar a la Peña de Estena para poder llenarlo en la tabla que había justamente debajo de ella. Era la que tenía el agua más fresca al estar gran parte del día a la sombra. A los chicos les pareció bien y bajaron entre jaras y chaparros por una trocha que sin duda habían abierto las cabras que por allí pastaban, después de bajar una empinada cuesta llegaron al río. Su cauce estaba flanqueado por bastantes fresnos y alisos que les resguardaban de los rayos del sol y esto hacía el paseo muy agradable para ambos.

– Ya sabes que tenemos que bajar hasta un recodo que hace el río y desde allí veremos la peña.

– ¡Mira Lorenzo! Ese hueco de allí arriba debe ser la cueva del tío Atanasio, padre dice que ahí vivió un hombre que se llamaba así.

     No habían caminado mucho trecho cuando enfrente de ellos vieron una gran mole de piedra. María al verla se quedó sorprendida, era la misma que había visto en sus sueños. Su hermano tuvo que animarla para que le siguiese porque se había quedado atrás y estaba parada. Llegaron junto a la peña, después de beber llenaron el botijo, ya iban a regresar cuando María dijo:

– ¿Quieres que subamos a la peña?

– Es que si tardamos padre estará preocupado y luego seguro que nos regaña. Además, no te has fijado que es imposible subir por estas paredes verticales.

– ¡Venga, tardaremos poco! Cuando padre era niño estuvo por aquí con el abuelo y subían con sus cabras para dormir en lo alto con ellas. Tiene que haber algún sitio por donde subir.

     Dejaron el botijo bajo la sombra de un aliso y con paso ligero fueron rodeando la peña hasta llegar a una zona en que los estratos rocosos formaban una rampa. Iniciaron la subida y a medida que lo iban haciendo María sentía una fuerza interior que la empujaba en la ascensión por delante de su hermano.

– ¡Mira! Estas son las paredes que hacían para encerrar a las cabras por las noches y así tenerlas protegidas de los ataques de los lobos.

– Seguro que serán. Las cabras se subían a lo más alto y ellos cerraban con unos palos, echaban una lumbre y dormían con los perros dentro de los muros.

     Al llegar arriba María se sintió cansada y se sentó sobre una roca para descansar un poco. El cuerpo se le estremeció porque tuvo la sensación de que la roca se movía y parecía elevarse. En ese momento su hermano estaba retirado de ella y no pudo ver como de un salto se bajó de ella y se quedó mirándola fijamente. ¡Si, era cierto. Se movía!

– ¡María, vámonos! – Gritó Lorenzo.

    Ella estaba asustada, fue bajando lentamente y no dijo nada de lo sucedido a su hermano. Regresaron con el padre, al atardecer cenaron, dispusieron las mantas sobre el carro y al poco tiempo los tres estaban dormidos debido al cansancio que habían acumulado tras una jornada tan larga como la de aquel día.

      Aquella noche volvió a tener el mismo sueño , pero esa vez vio todo con más nitidez, como si realmente lo estuviese viviendo en ese momento. Al amanecer se levantó y sin hacer ruido para no despertar al padre y al hermano emprendió la bajada a la peña. Su marcha era cada vez más acelerada hasta terminar en una carrera, subió por la rampa de la peña y al llegar frente a la roca se paró, tenía miedo, dudó qué hacer y hasta estuvo a punto de dar media vuelta y regresar. Se repuso, colocó sus manos sobre la roca y esta comenzó lentamente a elevarse. Cuando estaba como a medio metro de altura pudo observar que se encontraba hueca y en su interior se hallaba el caldero repleto de monedas de oro con las dos espadas y en el centro la víbora. Estaba aterrorizada sin saber qué hacer. Se escuchó una voz que decía:

– «Esas dos espadas son la de la gracia y la desgracia. Si coges la de la gracia el tesoro será tuyo, pero si coges la de la desgracia la víbora te morderá y morirás».

    Alargó un brazo con la intención de coger una de las espadas, le temblaba todo el cuerpo, dudaba cual debía elegir y al final echó a correr bajando a toda prisa de la peña.

   Cuando despertaron el padre y el hermano ella estaba sentada junto al carro, la miraron y por el aspecto de su cara comprendieron que algo le pasaba. Después de insistir el padre, la niña contó lo sucedido. Bajaron los tres y por mucho que buscaron no fueron capaces de dar con la roca, al final lo dejaron por imposible. Regresaron a la roza y aquel mismo día terminaron de segar, cargaron el carro con todos los haces y volvieron al pueblo. Por el camino a María se le veía pensativa, algo ausente; nada más aproximarse a las primeras casas del pueblo el semblante le cambió. Al llegar a la puerta de su casa se bajó del carro deprisa, entró corriendo, buscó a su madre y se abrazó a ella tan fuerte como pudo. La madre la miró a la cara, dirigió sus ojos a los de la niña y pareció leer en ellos que algo había sucedido. Le dio el más dulce de los besos que una madre puede dar y no preguntó nada.

   Aquella noche, cuando estaban a solas el padre contó a la madre lo que había sucedido y llegaron al convencimiento que todo había sido fruto de la imaginación de su hija.

   El tiempo transcurrió, María creció, tuvo novio y se casaron. Al poco de casarse ella contó a su joven marido que cuando era niña bajó con su padre y su hermano a la Peña de Estena y le expresó el deseo de ir nuevamente otra vez, ahora con él.

    Como era invierno decidieron dejarlo para la primavera y cuando los días fueron más largos emprendieron la marcha hacia la peña. A medida que se acercaban ella sentía la misma fuerza en su interior que ya sintió en la otra ocasión, parecía que la Peña de Estena le llamaba y por el camino contó a su marido todo lo que había soñado y vivido cuando era niña.

– Ya estamos aquí, ahora ya me dirás que quieres que hagamos.

– Tú no tienes que hacer nada. Siéntate junto al río y espérame. Yo tengo que subir a la peña.

– Pero yo puedo subir contigo.

– ¡No, de ningún modo! Tengo que subir sola.

El marido accedió, se sacó un cigarrillo y se sentó a esperar.

     María inició la subida despacio, pero a medida que ascendía su paso se aceleró, sentía aquella fuerza que la atraía. Cuando estaba arriba miró a su alrededor y enseguida distinguió la roca, se acercó y sin dudar un momento puso sus manos sobre ella. La roca comenzó a elevarse mostrando su contendido: el caldero repleto de monedas de oro, las dos espadas y en el centro la víbora. De nuevo se escuchó la voz que decía:

– «Esas dos espadas son la de la gracia y la desgracia. Si coges la de la gracia el tesoro será tuyo, pero si coges la de la desgracia la víbora te morderá y morirás».

     Ahora tenía que tomar la decisión sobre qué espada escoger. Rápidamente agarró las dos espadas y tiró de ellas con todas sus fuerzas, en ese mismo instante la víbora desapareció, cogió el caldero y ya con su preciada carga bajó hasta donde la esperaba su marido. Él no podía dar crédito a lo que veía, eran inmensamente ricos. Le dio un abrazo y ella recordó aquel abrazo de su madre, era el mismo.

      Regresaban al pueblo llenos de felicidad, pero por si era poco María dijo a su marido que tenían otro tesoro para él.

– No necesitamos más tesoros, con este tenemos suficiente.

– ¿Estás seguro? ¿Ya no deseas otra cosa?

      Ella se echó mano al vientre y le miró radiante de felicidad. A él se le iluminaron los ojos y ambos se fundieron en un beso, tan dulce como aquel que le dio su madre cuando era niña.

Anónimo popular.